martes, 1 de mayo de 2007

SE ASCIENDE, PERO NO DUELE

ETAPA 25. PEREJE – O CEBREIRO

Pereje – Trabadelo – La Portela – Ambasmestas – Vega de Valcarce – Ruitelán – Las Herrerías – La Faba – Laguna de Castilla – O Cebreiro

23 de abril. 23,1 km.

Quedan: 177,8 km.

Es de noche cuando nos levantamos. Hoy sí, pese a quien pese (aunque esto va a ser mucho decir) queremos salir pronto, y hacemos cuanto está en nuestra mano para lograrlo, que es madrugar y prepararlo todo. Listos para afrontar la jornada, bajamos a desayunar a eso de las siete, pero no hay nadie en el bar. Decidimos pues dejar allí el importe de la pernoctación y marcharnos sin tiempo que perder, ya desayunaremos luego; pero la puerta está cerrada con siete llaves… Tampoco esta etapa podremos salir pronto. Nos resulta inconcebible. Este sí es un insondable misterio.

Subimos a la última planta de la casa, que es donde vive la familia, y aporreamos las puertas hasta que alguien (el padre) contesta: “¡Coño, me he dormido! ¡Ya bajo!” Pero no baja. Nadie baja hasta pasada media hora, y quien lo hace es el hijo. El padre debe de haberse dormido de nuevo.

Nos invita el chaval al café en desagravio por la espera, y no podemos desatender el gesto, a pesar de nuestra intención de partir cuanto antes. De nada sirve hacer planes cuando los planes se ponen en contra de uno. No entender esto e insistir tozudamente en lo que se previó hacer sólo trae disgustos y sinsabores, que de ellos está la vida llena; claro, es que siempre queremos forzar la realidad para adaptarla a nuestros deseos...

Poco antes de las ocho, esto es, una hora más tarde de lo previsto, ponemos los pies en el Camino. Bien pensado –a posteriori, que es siempre cuando las cosas se bienpiensan– , a qué las prisas, …Nadie se va a llevar la subida hasta O Cebreiro, que tanto tiempo lleva aquí separando dos tierras, dos cielos, dos aires… separando dos mundos de sí mismos y uniéndolos para los pasos de los peregrinos, que son el tráfico secular de la existencia de estos montes.

La helada ha sido importante, y esto hace que el cielo esté muy limpio, azulísima luz a esta hora de la mañana en que el aire se vuelve, poco a poco, espeso, y puede prometer y promete que el día será caluroso. Mucha gente asciende, vienen todos de Villafranca y nos alcanzan; claro, salieron una hora antes que nosotros, Y más gente que encontraremos según se pronuncie la ascensión, y se reduzca la cadencia general de paso, porque esa ralentización propicia atascos y aglomeraciones; tal y como sucede en las carreteras.

Continuamos por el andadero, el Sol se asoma por entre las montañas que encajonan este Valle del Valcarce, junto a cuyo cauce discurrimos, y aún no percibimos la dureza de la etapa. Vamos cuesta arriba, sí, pero es muy sobrellevable.

Los sombríos están helados y claro que a la sombra hace frío, pero el pasar bajo el Sol nos templa tenuemente, apenas es aún un rescoldo semidesperezado. Vemos a las del episodio de la Cruz de Hierro, que salen de desayunar de un bar, en Trabadelo. Nos dicen que son de Plencia (Vizcaya), y esto nos hace mucha gracia, porque conocemos bien aquella comarca.

Nos acercamos a un peregrino que llevamos por delante, anda despacio, cojea mucho… es el francés de los mapas, esta casi roto del todo a causa del descenso del Irago a Ponferrada, O, más que por el descenso, por la velocidad en afrontarlo. Así resulta, que lo que rompe las rodillas de los peregrinos son siempre las bajadas, y lo son más por la prisa que por la bajada en sí, Sucede mucho en etapas como la de la Cruz de Hierro, tanto por el descenso mismo como por la bisoñez de sus víctimas, muchas de las cuales empezaron en León o en Astorga, y aún no saben que tampoco en el Camino las prisas son convenientes: si quieres retarte en velocidad, hazlo en el ascenso al monte, nunca, por favor, en el descenso.

Charlamos un ratito con este francés languideciente de alma apagada, pero no quiere charla, ni consuelo, ni ayuda; manifiesta amargura porque esto le haya podido, tiene la rodilla izquierda como una calabaza. Le dice Pilar que ya tendrá ocasión, que la tristeza y el rencor no le dejarán disfrutar del Camino ni ahora ni en otro intento, Nunca. No quiere oír, no quiere escuchar, no quiere nada; nos dice que continuemos. Eso haremos colega: continuar, La verdad es que no hemos trabado relación con mucha gente a lo largo de este Camino que no es de rosas (pero sí de vino), y que de los pocos con quienes lo hayamos hecho sea este peregrino no es azar (nada lo es), porque nos ha enseñado que la rabia, la pena, el rencor y el resentimiento son la misma cosa, y proceden todos de una misma minúscula semilla interior que se llama miedo y se alimenta poco a poco, día a día, hasta que acabar pueda con uno. Ojo con el miedo.

Un café rápido en La Portela y a seguir con el ascenso. Esto se empieza a llenar. Las oleadas de peregrinos arrecian como ráfagas de viento. Muchos han empezado en Villafranca, pero en cada pueblo se suman más y más, y no sólo peregrinos. Esta subida es también ruta de excursión, además de peregrinación. Por eso se ven cada vez menos macutos y más rostros congestionados, sudorosos; casi podemos adivinar en los gestos de agotamiento las agujetas de sus dueños mañana por la mañana.

Nos acompaña, además –acompañamos, dicho más propiamente– a la repartidora de pescado de la zona, que anuncia su presencia a bocinazos en su C-15, de pueblo en pueblo, de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba. Casi pudimos memorizar la letanía de la pescadera… no merece la pena reproducirla aquí.

Con buen paso dejamos atrás Ambasmestas, Vega de Valcarce y Ruitelán. A estas alturas, esto ya no es una peregrinación, es un puro atasco, A ver qué pasa más arriba, porque aún aquí hay sitio, pero enseguida la senda se estrechará, lo cual puede llegar a ser un poco agobiante. No quiero pensar en cómo puede ser esto en pleno verano jacobeo, cuando todo el mundo esté aquí ganando el jubileo, o telurizando y tal, que ahora resulta que todo esto de la peregrinación es herencia de ancestrales ritos paganos. Lo cierto es que se rinde tanto culto a lo pagano que ya quisiera el cura de mi pueblo que la mitad de sus parroquianos se aplicasen con semejante pasión y devoción a sus deberes religiosos como puede verse aquí en lo ritual y agnóstico. Cada cuál lo haga por lo que quiera o por lo que crea. El resultado es el mismo, Seguro. Mercurio, San Pedro, Prisciliano o Santiago. Qué más da.

Tras pasar Las Herrerías, dejamos la carretera para tomar una ancha vía cementada en fuerte pendiente, unos mil metros, que da paso a una trocha estrecha, rota, embarrada y resbaladiza. A los pocos metros la senda hace una curva a la izquierda y se interna casi verticalmente en un frondoso castañar. Empieza el espectáculo.

Aquí ya sí que cada uno elige su ritmo y sube, sube, sube. Este empinadísimo tramo tan presuntamente fatal es duro, pero esto de la dureza como que consiste en la manera en que cada cuál afronta el reto. Cualquiera puede hacerlo descansando cuando sea necesario, porque no hay una carrera que ganar. Al final, el tramo son menos de cuatro kilómetros; es realmente empinado, pero se hace sin demasiados problemas.

Entrando casi en La Faba la corredoria se encarama más, si cabe, y justo cuando allí estamos pasan ocho ciclistas con sus bicis de montaña; en bici esto sí es complicado. Por supuesto, son bicigrinos sin equipaje pero con coche de apoyo, que una bicicleta aparejada para la peregrinación no sube por aquí ni siendo empujada. Esto no trata de restar mérito a los esforzados pedaleantes, a quienes esperamos detenidos, muy disciplinadamente, a que pasen, no sea que interrumpamos su discurrir rodado. Estamos no menos de cincuenta caminantes en un tramo de unos cien metros.

Almorzamos embutido y vino en El Último Rincón de El Bierzo, que es como se llama el bar que hay en La Faba, y nos sentamos un ratito a descansar en su terraza. Vemos pasar a quienes van llegando: peregrinos, turigrinos, caminantes, paseantes, bicigrinos, ciclistas, motoristas, excursionistas, caballistas, quadistas… Pasa a buen caminar un grupo de un colegio americano, unos treinta alumnos y alumnas, gorditos casi todos ellos (a lo mejor los han traído a un campamento de esos para hacer ejercicio, que tan de moda están en EEUU) y cinco profesores. La verdad es que casi todos suben bastante bien.
Nosotros reemprendemos la marcha, y vemos un estrambótico refugio regentado por alemanes, parece una chamarilería, y unos lugareños nos dicen que “ese de ahí –el responsable del albergue– está todo el día endrogado”, que cultiva allí marihuana y que incluso destila un aguardiente con esta hierba. Más que decirlo, lo advierten, nos previenen con miedo pero también con envidia. Normal; pues no tiene que vivir bien el tío…

A partir de aquí ya no hay tanta pendiente, lo cual está bien pero hace el ascenso propicio para piques y carreras, y así escalamos, Muchos suben corriendo, nosotros vamos a nuestro paso. En Laguna de Castilla (casi, casi, casi llegando a Galicia, pues es el último pueblo de León) paramos (de nuevo) para beber agua y disfrutar un ratito del bello paisaje que dejamos atrás, que es el paisaje que los ojos ven y el alma siente por lo ya andado y lo poco que parece quedar.

Sentados estamos cuando llegan unos cuantos de los colegiales. Dos chicas vomitan por el esfuerzo y siguen andando casi sin limpiarse los restos del desayuno que volvieron a su boca tras el esfuerzo de la subida, a lo mejor llegar el primero sube nota. Tres de los profesores están reventados; a estas alturas el camino está lleno de bofes y de sus dueños buscándolos. El cuadro adquiere tintes dramáticos pero no podemos dejar de sonreír interiormente, primero, y luego ya del todo, por dentro y por fuera. Todos tenemos un puntito sádico, y mira tú por dónde, hoy, aquí y ahora aflora el nuestro; para nada es necesario alcanzar ese grado de extenuación, esta es la gente que, suponemos, luego dirá lo duro que es ascender el Cebreiro. La fama de las cosas (y de las personas) se crea así.

Sentados estamos en nuestro descanso con espectáculo incluido en el precio y se nos acerca un perro que acompaña a un vaquero con seis vacas rubias. Es simpático –el perro–, nos hace cucamonas. Buscamos algo para darle de comer y aparece en el fondo del macuto la bolsa con las magadalenas durísimas del desayuno de Bercianos del Real Camino, de hace unos cuantos días. No hace ascos el can.

Quedan apenas unos centenares de metros antes de entrar en Galicia, la subida se suaviza y el matorral, la retama y el brezo en flor jalonan la senda, engalanan nuestro andar y perfuman el aire; hace calor y nos giramos una vez más, en esta subida merece la pena detenerse y mirar atrás, y así debería ser siempre, que pensásemos en lo andado y viéramos tanta belleza como aquí se desparrama, Esto es un auténtico regalo, y ya nos estamos haciendo la foto junto a un gran mojón de piedra que anuncia la entrada en la provincia de Lugo, es el primero de los que, cada quinientos metros, nos informarán de la distancia restante a la meta, Qué distinto será todo a partir de ahora, Estamos parados allí y nos sentamos un ratito al pie del mojón, casi nadie parece ni siquiera tener conciencia de pasar la frontera gallego-leonesa… será quizás porque no son viajeros, sino sólo paseantes o excursionistas, que volverán a bajar en sus autobuses esta misma tarde. No sé.

Percibimos vagamente la sensación de haber adquirido un grado, y puede que así sea, que hayamos culminado una iniciación (después de seiscientos kilómetros y más de un millón de pasos) y podamos ahora sentirnos en posesión de ciertos secretos, Algo, en todo caso, en lo que pensar y que comprobar al menos en los próximos días, pocos ya, mientras llegamos a Santiago de Compostela. Y, por supuesto, y más, si cabe, a partir de entonces.

O Cebreiro está a tiro de piedra, se estrecha la senda y ya estamos junto a las pallozas, parece aquello la aldea de Asterix… pero no nos agrada lo que encontramos, es un contexto que estropea algo naturalmente bello: hay autobuses, excursiones, colegios enteros, japoneses, ruido, ruido, ruido… no hallamos el anunciado encanto del lugar por más que lo buscamos, aquello parece un parque temático, Shintaro acaba de llegar, y se avergüenza de sus paisanos, que le hacen posar y lo acribillan a fotos.

Vamos al hostal de Aurillac, donde dormiremos, está frío, viejo y sucio, sin modernizar desde el jacobeo del 92, lleno de hormigas, no hay apenas agua… da igual, de momento nos cambiamos y vamos a comer. Los dos o tres estalecimientos están a tope, hay un gran bullicio, son grandes grupos, la mayoría de ciclistas, mucho vino está corriendo, mucho orujo, cánticos y voces. Nosotros comemos deprisa y damos un paseo, entramos a ver la iglesia prerrománica, y por fin allí nos dan nuevas credenciales, que anexamos a las que llevamos desde Roncesvalles, llenas después de haber andado casi entero el costurón en el mapa que es el Camino de Santiago. Nos quedamos un rato sentados dentro, es un lugar humilde, y, acaso, por ello, recoge, hay silencio, es una isla de paz en el marecito de follón en que este sitio se ha convertido.

El rato dentro de la iglesia (es un sitio con milagro propio y muy jacobeo, y, no sabemos por qué, pero lo percibimos aquí como en otros lugares antes que en este) nos hace sentirnos muy en paz, como estábamos unos cuantos días atrás, cuando apenas habíamos un puñado de viajeros, y el andar tenía un sosiego que casi no recuperaremos ya. O Cebreiro es un punto de comienzo de muchos peregrinos, como ya luego Sarria, último hito que, por distancia, sirve para obtener la Compostela. Sospechamos, por tanto, que a partir de hoy será difícil andar con un poco de tranquilidad.

Vemos a dos peregrinos con los que hemos coincidido estos días, los encontramos al final de cada etapa, y le dice uno al otro refiriéndose a nosotros, “mira, esos son los peregrinos sin petate”, me giro y le digo no, que claro que llevamos petate, no me cree, vale, tú mismo. Por supuesto que cargamos con nuestros pertechos, pero el (erróneo) reproche de este peregrino viene a cuento de que muchísima gente, sobre todo a partir de Villafranca del Bierzo, paga porque le lleven la mochila al albergue de destino y claro, así se llega antes, pero se le sustrae el sitio a quienes sí cargan equipaje, lo que no parece justo. A más gente, y a partir de ahora encontraremos muchísima, más se prodiga este insolidario proceder.

Vemos a Shintaro y nos tomamos unos vinos con él, estamos juntos casi hasta la hora de cenar, lo que resolvemos sin gran trámite; no dormimos bien por lo comentado de las malas condiciones del establecimiento; decidimos madrugar mucho para salir cuanto antes de allí. Nuestra primera experiencia galaica en este Camino podía haber sido mejor.

Y peor, claro.

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