martes, 1 de mayo de 2007

EXUBERANTE GALICIA INTERIOR

ETAPA 26. O CEBREIRO - SAMOS
O Cebreiro – Liñares – Hospital – Alto do Poio – Fonfría – Viduedo – Triacastela – Sancristobo – Renche - Samos
24 de abril. 29,5 km.
Quedan: 154,7 km.

Por primera vez en este Camino logramos ponernos en marcha según lo planificado. Esto no ha sido difícil, porque no hemos pegado ojo, y estamos como locos por marcharnos del tugurio donde hemos dormido. Es de noche cerradísima cuando pisamos la calle –quizás no sean aún la seis de la mañana–, nos abrigamos mucho y encendemos (estrenamos) la linterna, Vemos en el borde de la carretera al chaval francés de la rodilla lesionada, está esperando un autobús que lo baje a León, pero se ha situado en el lado contrario y el autobús se ha marchado sin él… maldice en arameo (o francés, que a nuestros efectos es lo mismo) y tratamos de calmarlo, hombre, tranquilo, ya pasará otro, y si no, pues llamas a un taxi… allí lo dejamos, parece arrepentido de haber venido a Caminar hacia Santiago, deseamos que se le pase pronto y que esté enseguida de nuevo en marcha. Seguro que será así.

Hemos andado unos tres kilómetros antes de que un limpísimo amanecer de alta montaña anuncie un día soleado y caluroso; de momento hace frío y vamos en ayunas, así que esperamos poder resolver tal tesitura en Liñares, adonde llegamos por carretera y donde ésta se abandona; está cerrado aún el único establecimiento. Ya daremos cuenta más adelante.

Como previmos, hay muchísimos peregrinos que empiezan hoy su ruta, desde Cebreiro, la mayoría gente mayor de cincuenta, van muy contentos en sus primeros pasos jacobeos, andan muy deprisa y muy excitados, síntomas inequívocos de un punto de temor, de miedo, de incertidumbre, es un sentimiento muy propio del inicio de esto.

Viene tras nosotros un grupo de una decena y enseguida nos adelantan con energía y resolución, tal actitud sin duda les hace sentir reforzados en su capacidad andariega, Van muy deprisa y se preguntan si habrá muchas cuestas en la etapa de hoy, parecen tener miedo a las cuestas, y les decimos que no pasa nada, que ante el cansancio lo que se tercia es parar y descansar, o moderar el ritmo, que todo lo que se sube luego se baja, y que es en la bajada donde conviene tener cuidado, si. Se nos quedan dos mirando cuando esto les decimos y nos pregunta uno “desde dónde venís”, “Roncesvalles”, y abre los ojos tanto como le es permitido por los límites de su rostro… “¡¡Estáis locos… Roncesvalles!!, nos reímos de la sorpresa que le hemos dado al tío, “bueno, es cuestión de tener tiempo para andarlo, nada más, cualquiera puede hacerlo”, decimos, y nos sigue mirando como si fuéramos extraterrestres; nos deseamos buen Camino y petan hacia delante como cabras montesas; ya nos veremos.

Enseguida, Hospital de la Condesa, la siguiente aldea, pero antes nos detenemos en el Alto de San Roque, frente a la enorme escultura de hierro que homenajea a un peregrino luchando contra el viento (tal que nosotros mismos de León a Hospital de Órbigo); allí nos paramos, extasiados, estremecidos por la grandiosidad del instante, a ver salir el Sol por detrás de las montañas, de donde venimos caminando, desparrama su luz anaranjada por el océano de cordilleras que hay a nuestros pies (un poco más allá, otro océano, el Atlántico), nos quedamos un rato parados, embobados, ennosmismados, sin ser capaces de dar crédito a esto, de hecho sin dárselo, no importa, no es necesario creer en lo que se ve, pero es obligatorio disfrutarlo… que tal disfrute es un merecido premio reservado a quienes llevamos tanto suelo pisado, así debe ser, no podrán apreciarlo ni sentirlo del mismo modo los que hoy empezaron; de hecho, ninguno se para a contemplar esto, llevan todos muchísima prisa… Qué de cosas nos son regaladas y las rechazamos por culpa de las prisas; qué de arte hay en la naturaleza, y cuán insensibles somos en su presencia… Más que amanecer, el día eclosiona, estamos casi más cerca del cielo que del suelo, podemos alzar la mano y hundirla en un azul que deslumbra, y abajo, montañas y valles tapizados de verde, de amarillo, de malva, hasta donde la vista alcanza… Hoy, a pesar de la mala dormida, nos sentimos muy bien, muy fuertes y muy contentos por el desagravio que este rato de andar nos proporciona frente al ruido encontrado en O Cebreiro.

Es bonita la iglesia de Hospital de la Condesa; austera, oscura por dentro y también por fuera. Estamos parados mirándola y pasa otro gruppeto; lo mismo nos dicen estos que los otros, Roncesvalles, locos, qué va… etcétera, y Pilar y yo no entendemos qué genera tanta sorpresa, seguimos hoy sin saberlo.

El Camino continua cuesta arriba, y esto sorprende, porque parece que tras coronar el Cebreiro ya todo consiste en una suave cuesta abajo hasta Triascastela, pero mira tu por dónde que no… Hay que emprender el ascenso hacia el Alto do Poio, muchos han seguido por carretera porque piensan que encontrarán menos pendiente. Se empina el camino, se empina, se empina, y acaba el ascenso con la subida de una pared de unos quinientos metros que acaba en un bar donde poder, al fin, desayunar en condiciones. Hemos adelantado en la subida a todos los que nos rebasaron desde que salimos, y esto tiene una ventaja fundamental, que es coger sitio en la terracita del bar, orientada a levante. Llegan los demás (bufando todos, vomitando algunos); unos echan pestes de la subida y la mayoría subraya la dimensión de la “gesta” recién concluida, pero nosotros estamos ya sentaditos con el Sol de cara, mojando la tostada de hogaza gallega con aceite en el cola cao, que eso nos pide hoy el cuerpo.

Algunos de los que llegan amenazan a otros de su grupo, “si esto sigue así, yo lo dejo”, lo dicen con gran enfado, como sintiéndose estafados… ¡Pero si acaban de empezar! Estas escenas, que venimos contemplando más o menos desde Astorga, nos aclaran por qué es importante hacer el Camino largo: cuatro o cinco días no bastan para acomodar el cuerpo al ejercicio y el alma a la peregrinación; por eso muchísima gente de la que comienza en Galicia no llega a Santiago andando: total, está a un tiro de piedra en coche…

La previsión es terminar hoy en Triacastela, la de los (antaño) tres castillos, buen sitio donde concluir una etapa, porque el lugar es bello, está bien dotado de servicios para el peregrino y tiene un párroco famoso en el mundo jacobeo, porque confiesa a muchos peregrinos que quieren obtener el jubileo, y, en general, es alguien que, dicen, sabe escuchar, confortar y tener una palabra generosa para todos. Se le intuye una inteligencia especial; seguro que muchos no saben que se están confesando cuando hablan con él, esta debe de ser su habilidad.

Dejamos el grueso del contingente jacobeo de hoy desayunando en el Alto do Poio y partimos, y esto nos permite caminar solos un buen rato, casi hasta el descenso hacia Triacastela; pasamos Fonfría y otras diminutas aldeas, y, en unas dos horas, llegamos a Viduedo, donde tomamos un refresco y descansamos; es aún pronto, y a Triacastela apenas queda una hora, por lo que llegaremos antes de la una. A estas alturas de Camino de Santiago, los veinte kilómetros desde Cebreiro hasta esa localidad nos parecen pocos, y la meta casi casi asoma, cerca, están naciendo en nuestras tripas unos bichos que se quejan cuando estamos parados, y hay que darles lo suyo, que es andar, andar y andar. Decidimos, así, continuar hasta Samos, fuera la ruta “oficial” pero dentro del deseo de cualquier peregrino, que es visitar un sitio como este, con un monasterio absolutamente imprescindible; y son apenas diez kilómetros más. Allá vamos.

Preguntamos en el bar de Viduedo donde tomamos el jaibolito por un lugar para dormir en Samos, y nos recomiendan una casa rural, “digan que llaman de nuestra parte”, así hacemos allí mismo, y dejamos resuelta la pernoctación de hoy.

Entramos en el Concello do Triacastela, y, hasta la llegada, las vistas son sencillamente maravillosas. El descenso es bastante pronunciado, moderamos el ritmo y damos trabajo a los bordones. Nuevas oleadas de peregrinos nos adelantan, y van ahora muy serios, como enfadados, no lo entendemos, con la de entusiastas sonrisas que vimos esta mañana. Muchos andan cargados en exceso, otros llevan mal colocado el macuto, a algunos se les van cayendo las cosas, otros –los más rápidos– no llevan carga alguna, la enviaron en taxi a Triacastela… y la mayoría corre para coger sitio en el albergue. Qué estrés. Nosotros, a lo nuestro, Nadie queda ya que conozcamos de días pasados, lo que nos permite caminar en soledad relacional.

Ya vemos Triacastela al fondo del valle, se nos antoja un lugar recoleto y, como se ha dicho, muy jacobeo, enseguida nos plantamos allí y vamos al albergue a sellar la credencial, pero está cerrado, pese a la cola de peregrinos que aguardan para alojarse. No importa, sellaremos en la iglesia, que queremos visitar, y de paso saludamos a Augusto, el párroco. Al llegar al templo nos sentamos un rato, Es lo que tienen las iglesias del Camino, Llegas, te sientas y descansas el cuerpo y el espíritu, esa es su misión, aunque no siempre (ni viceversa) que el cuerpo se cansa ha de suceder lo mismo con el espíritu... El párroco no está, hay un cartel pegado en el tablón de avisos que anuncia las horas buenas para encontrarlo allí y un teléfono por si alguien llega con urgencia espiritual; no es nuestro caso. Ya lo veremos. La próxima vez será.

Es la una y media y decidimos sentarnos a comer, y lo hacemos en la terracita de una tasca (pulpo, lacón, ensaladilla, unos tintos de verano, café y un orujo) de la calle principal, que es el Camino mismo; en la mesa de nuestra derecha, Jean Michel y Natalie, franceses, con quieres iremos coincidiendo durante los dos próximos días casi en cada descanso, en cada bar, en cada hostal, en cada restaurante, hasta que por fin nos presentemos, sorprendidos todos de tantísima coincidencia; parecen demasiadas casualidades, pero en absoluto lo son, No existen. Piden para comer tortilla de patata, tortilla de jamón y huevos fritos. Y también vino; les gusta el vino a los franceses. Mucho; y claro, les privan los huevos.

Y en la mesa de la izquierda Marcial y Paquita, suizos, que empezaron esta mañana y con quienes también pasaremos buenos ratos en Palas de Rei. Almuerzan estrambóticamente, como sus paisanos... que suizos y franceses son para nosotros, tan ibéricos como somos (al modo Saramago me refiero), la “même chose”.

Qué bien nos sentimos después de esta comida tan rica, a tope estamos para afrontar el trecho que tenemos por delante; al principio, por carretera de poco tráfico, pero enseguida el Camino se adentra en un paraje de belleza indescriptible, choperas, castañares, cerradas corredorias que caminamos junto al río Oribio –boyante, contundente, cristalino– cuyo curso seguiremos casi hasta Samos, Caminamos por un valle de exuberancia extrema y fertilidad inusitada, el paseo nos llena el espíritu ante la pertinaz belleza de este andar vespertino.

En una parada para descansar, y sobre el puente de madera que hay en una aldeíta vemos a dos peregrinas, octogenarias, bastante cargadas, están también descansando, llegaron a buen ritmo, nos adelantaron mientras almorzábamos en Triacastela. Nos hacemos una foto con ellas, las iremos viendo estos últimos días de Camino. Van más despacio que nosotros, pero completan las mismas distancias diarias. No importa la edad: el albedrío y la voluntad construyen una máquina creadora, de ilimitada determinación, tozuda constancia y fuerza incansable que se llama peregrino.

Vamos pasando aldeas, andamos de corredoira en corredoira, el día soleadísimo, el Oribio abundante, buena temperatura, esto está siendo de lo mejor de todo el Camino, es Camino mismo, es uno mismo, es lo mismo uno mismo que el Camino, y esto debe de significar el ser peregrino; de Sancristobo a Renche nos llenamos tanto de aire jacobeo que nuestros cuerpos apenas acusan la dura etapa de hoy, el Camino ha querido gratificarnos, pero no, no, gracias a Ti, nosotros tomamos lo que quieras ofrecernos.

No controlamos las distancias entre los pueblos, porque nuestra guía no recoge esta ruta que califica de alternativa, así que no sabemos cuánto nos queda para llegar, ni nos importa; casi deseamos que esto no se acabe, y es lo que parece, porque Samos no llega, no encontramos rastro de su presencia en la lontananza más inmediata, ni en la mediata; en un sólo segundo, sin embargo, espeta su presencia con orgullo y altivez, en el fondo del valle tras un suave ascenso, allí está el monasterio, no es posible concebir este instante sin estremecimiento. Millones de almas peregrinas sintieron esto mismo a lo largo de muchos siglos, y celebraron la llegada a Samos por la hospitalidad aquí recibida. Y como esos millones nosotros sentimos lo mismo, como bajo el Arco de San Antón, o Puente de Órbigo, u otros, y tal.

Qué acertada decisión la de venir por Samos; seguro que el paso por San Xil es también bonito pero, aún sin conocerlo, no lo cambio por lo vivido desde que abandonamos Triacastela. Como ventaja añadida, hemos caminado prácticamente solos, ajenos al tráfago de carreras jacobeas en que esto se ha convertido, y que no cambiará –si no es a peor– hasta las puertas mismas de la Catedral de Santiago.

Bajamos hasta el monasterio (benedictino es), y lo contemplamos desde la cercanía, queremos visitarlo, pero hoy no se puede; nos conformaremos con ver la iglesia por dentro, pero tampoco parece posible, hay una boda. Me da igual, entramos y nos quedamos un ratito. Los asistentes a la boda nos miran raro, como si desentonásemos, pero no, los que desentonan son ellos –aunque ellos sean cien y nosotros sólo dos–, esto es lugar para peregrinos.

Sellamos la credencial en el albergue, situado en una nave trasera del monasterio, a rebosar de gente está, lo llenan dos colegios. Será una sorpresa para ellos cuando los monjes los despierten con sus maitines gregorianos.

El dueño de la casa rural donde dormiremos nos está esperando a la puerta, es un hogar (más que un hotel) bonito y muy aseado; el hombre, antes de acompañarnos a la habitación o de otros trámites, nos lleva las dependencias (a la cocina) de su casa, en el primer piso, y nos invita a un refresco, porque venimos bastante acalorados. Gracias. Le decimos que no entendemos por qué no pasa el Camino por Samos, aunque intuimos que siempre lo hizo, desde que el Camino es tal. Asiente, y culpa de esta situación a Elías Valiña, el párroco de O Cebreiro que hizo renacer la ruta jacobea en los años 70, con el marcado de flechas amarillas y la elaboración de la primera guía moderna.

Al parecer, Valiña era partidario de que los albergues religiosos (los únicos que entonces había) cobrasen una cantidad, aunque fuera simbólica, por atender a los peregrinos. Los monjes de Samos se negaron a hacerlo aduciendo la obligación de proporcionar hospitalidad a los peregrinos, y por eso Valiña trazó la ruta por San Xil, como castigo a Samos y a sus monjes, quienes quedaron en la segunda división. Es la versión de nuestro casero, no puedo acreditarla ni desmentirla. En todo caso, Samos es un lugar tan significadamente espiritual que cuesta creer que esto sea una “variante”.

Descansamos un rato largo y salimos a tomar un vino. Cuando estamos poniendo pie en la calle, se asoman por el umbral de la casa Jean Michel y Natalie, que preguntan por un sitio donde cenar. El casero les indica –en francés– algo que no entendemos, pero coincidiremos en el mismo lugar un ratito después.

Cenamos ligero y nos acostamos pronto.

Qué día.

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