miércoles, 2 de mayo de 2007

EL OASIS

ETAPA 18. BERCIANOS DEL REAL CAMINO FRANCÉS – MANSILLA DE LAS MULAS

Bercianos del Real Camino – El Burgo Ranero – Reliegos – Mansilla de las Mulas

16 de abril. 26,5 km.

Quedan: 350,8 km.

No es que nos levantemos de la cama: nos desincrustamos de ella. Hemos madrugado más que de costumbre para evitar el calor, que, como previmos, añadirá inclemencia al recorrido de hoy. Intentamos tomarnos el café enfriado a lo largo de la noche, pero no es posible; está, como se ha dicho, frío, y la leche, cortada, flota en el café hecha grumitos, dando testimonio de su mal estado y aviso de una diarrea que nos haya de pillar en medio de la ardiente llanura: demasiada penitencia para peregrinos primerizos.

Metemos las magdalenas en el macuto por si hay una emergencia alimentaria y nos ponemos en marcha. Finalmente, acabaron en el estómago de un perro muy simpático que nos encontramos en el ascenso a O Cebreiro; también para este amigo cuadrúpedo todo tiene una razón, y un fugaz pensamiento de este tipo pasó por nuestras cabezas al cargar con tan revenido y caducado bizcoho proporcionado por el dueño del hostal.

Un poco antes que nosotros han salido los peregrinos a quienes vimos cenando, los encontraremos después en El Burgo Ranero y, más tarde, en Reliegos.

Es aún de noche cuando pisamos la calle, y hace aún mucho frío; no nos dejemos engañar, cuando amanezca empezará a calentar. Así es. El mismo andadero que nos trajo hasta aquí desde Sahagún es el que nos conduce ahora rumbo a El Burgo Ranero. Vemos muchas charcas con ranas y se nos antoja que el apellido de ese pueblo pueda venir dado por tan profusa población de batracios.

Nos tocan ocho kilómetros en los que el cielo regala un amanecer que compite con el ocaso de ayer; otra vez, como hicimos a la salida de Pamplona, charlamos en silencio con nuestras sombras alargadísimas, y ya menos al ratito, y se acortan hasta que decidimos dejar la conversación para otro momento, porque justo en ese hemos consumido casi el tramo que nos separaba de El Burgo y nuestros estómagos nada agradecidos nos exigen su jornal bajo amenaza de huelga de piernas acalambradas. El trayecto hasta aquí ha sido feo, cerca de la autovía, y sólo el canto de las ranas aporta contenido naturalístico al entorno. Si estuviera Pelegrín, nos habría amenizado el paseo.

Desayunamos sendos pinchos de tortilla algo grasienta y café con leche de verdad. En la mesa adyacente están los peregrinos junto a quienes cenamos anoche. Se han unido a ellos una pareja de aspecto medio hippie medio delacuadrasalcedo, y están todos desayunando en alegre conversación. El nuevo miembro de ese grupo habla muy alto, y todo lo que dice se refiere a quejas y problemas que ha tenido en los albergues, tales como tener que guardar silencio a las diez de la noche, “quién se cree el hospitalero que es para mandarme callar a mí” (sic), y de esto y de lo otro. Por supuesto, se queja del desayuno que se acaba de tomar, de que el café está demasiado caliente y el agua demasiado fría, y… pues debería pedirle el libro de reclamaciones al Santo Apóstol.

Allí nos quedamos desayunando cuando ellos salen, Santiago se despide de nosotros y arquea las cejas con gesto de resignación, como diciendo “la que nos ha caído encima”.

Al poco retomamos Camino, nos espera un larguísimo y abandonado tramo, casi trece kilómetros de páramo. No es tanto, en distancia, como el recorrido entre Carrión y Calzadilla, y sin embargo es mucho más cruel, por el calor y por lo distinto del paisaje, No hay ni siquiera campos sembrados, sólo tierra reseca salpicada por matorrales que no quieren ni las cabras.

Casi en ningún momento, salvadas las etapas iniciales, hemos sufrido dolor alguno, pero ahora la monotonía de la marcha pasa beligerante factura y nos recuerda que así es la vida, que siempre se puede mejorar, pero que también siempre es posible empeorar; lo importante de todo esto es que el dolor terminará, y el horizonte que días atrás nos pareció una sarcástica e inalcanzable meta es hoy nuestro aliado, porque aprendemos que en él se encuentra el fin de todo sufrimiento y, también, el fin total, el final de todo, la finalidad que es la palabra misma cuando se pronuncia; allí, claro, está Finisterre, y siento por vez primera que Campus Estelae no es sino una escala, una excusa para creer que acabaremos aquello para lo que vinimos.

Pensar en ello es saber de la transitoriedad de lo agradable hacia lo que no lo es y viceversa, y es, también, tener constancia de la indeseabilidad de lo incómodo y de la necesidad de tal contradicción, porque todo viene de la contraposición, y nada es por sí mismo, sino por lo que deja de ser o por lo que será; o por lo que se espera que sea o por la desilusión y el chasco, que no son sino formas de imprevisión y futuribles distorsionados por el querer desear. O, acaso, por el acierto, pero entonces ya no hay ilusión, hay certeza, y cuando las cosas son como se esperaba que fueran me dejan el corazón un poco de estopa.

Ahora estamos en un tramo asfaltado, pero pasan pocos coches. Uno viene de frente a toda velocidad, y tras cruzarse con nosotros frena ruidosamente. Nos giramos y vemos que se acerca, marcha atrás: son los de producción de la RAI, les hace ilusión vernos, y a nosotros también encontrarnos con ellos, es como si no pudieran creer que llegamos andando cada día a los mismos hoteles donde ellos duermen, y el vernos a pata sudando la gota gorda aliviase, por verla resuelta, su duda al respecto. Cambiamos dos palabras y seguimos hacia Reliegos, ellos siguen retrocediendo, a recoger a algún miembro del equipo con los pies rotos por la falta de entrenamiento.

Como pasó en esos otros tramos largos sin nada de por medio, tampoco Reliegos se deja ver hasta que no se está encima; y no es el campanario de su iglesia, ni la tapia del cementerio, ni siquiera un cartel que anuncie su proximidad lo que avisa de la llegada a este lugar: es un antiguo establo reconvertido en bar para peregrinos con una terraza y mesas, sillas y sombrillas rojas lo que anuncia el final de este tramo. Ningún otro lugar de avituallamiento en todo el Camino puede ser considerado como oasis tanto como este. Lástima que el sentido de la oportunidad de los dueños o encargados no sobrepase la condición de sentido del oportunismo, porque lo que podría ser un sitio maravilloso, un lugar que figurase destacadamente en las guías se reduce a refrescos que refrescan sólo a medias, a cerveza mal tirada y a embutidos de baja calidad. Ni siquiera podemos tomar un par de huevos fritos con chorizo (a la salud de Luisito), ni un guiso; y, por supuesto, no hay un vino semidecente que llevarse al gaznate.

Anyway, todo eso se me ocurre mientras escribo, porque al aparecer aquel chiringo ante nuestros ojos resecos e irritados por el calor y el polvo, creímos que lo siguiente que habríamos de encontrar sería al mismísimo San Pedro dándonos la bienvenida al Cielo. En realidad, no recuerdo haber pergeñado esa crítica sino cuando nos marchamos del lugar. Con el estómago lleno, cualquiera critica.

Vemos, cuando nos acercamos al lugar, una mesa libre. De las otras dos, una está ocupada por Santiago & Family, junto con la pareja de protestones. Santiago nos saluda cómplicemente, quizás se sienta más cercano a nuestro peregrinar que al de esa pareja. Y como quiera que se apalancan en el lugar, Santiago, su mujer y su cuñado aprovechan para marcharse de allí, no parece que deseen tan ruidosa compañía. Se despiden también de nosotros.

Nos hemos descalzado, y el calor agobiante del andar de hace un rato se convierte en agradable brisa primaveral. Convertimos la escala técnica en parada para almorzar, no nos apetece andar casi siete kilómetros más, hasta Mansilla de las Mulas, sin haber resuelto el trámite alimentario. Pies arriba en una silla vacía. Al ratito de habernos sentado pasan los andarines de turno de la RAI, se les ve más que rotos, “forza la RAI”, les grito, “forza vosotros” contestan.

Estamos al borde del relax absoluto cuando la estridencia de una voz descontenta nos ofrece un porro. No, gracias. Es el ruidoso, que amenaza con pegársenos después de la desbandada de Santiago & Co., quieren palique, y no entienden que lo declinemos. Están pedillos de cerveza y hachís, y andar junto a ellos no nos apetece. Hasta Mansilla, más que andar, peregrinamos al sprint, porque vemos que nos siguen a unos trescientos metros. Acabamos riéndonos de la carrera que les estamos echando; hemos tardado menos de una hora en recorrer los casi siete kilómetros que separan Reliegos de Mansilla de las Mulas. ¿Por qué habrá gente que no puede soportar el no andar con compañía, incluso yendo con su pareja? ¿Será precisamente por eso? ¿Será que no soportan la soledad? ¿Será que no se soportan a sí mismos? ¿El uno al otro?

Pensamos en estas preguntas, que no en su posibles respuestas, cuando vemos, clavado a un poste de la luz, un cartel que reza: “Sólo galgos”, Es una indicación del tipo “sólo bus”; nos entra, de súbito, la sensación de estar violando alguna norma, porque, que sepamos, no somos canes. Y, siéndolo, que racismo perruno más insolente, tal que si pusiera “sólo blancos”, o “sólo daltónicos”, o, por qué no, “sólo alcachofas frescas”.

Mansilla de las Mulas es un lugar, digamos, peculiar. A su tradición jacobea se une el negocio de la carne, concentrado en esta localidad que se erige en centro neurálgico de la provincia. A Mansilla de las Mulas acabarán llamándole Mansilla de las putas. Esto nos dice un paisano al ratito de haber llegado. En todo caso, la profusión de clubes y güisquerías será elevadísima hasta bien pasado León capital, al menos en dirección a Hospital de Órbigo, que es la línea que seguimos los peregrinos rumbo al Cebreiro.

Para ser sincero, he de decir que tampoco es que haya chicas por cada esquina ofreciendo comercio sexual; pero doy gracias al Apóstol por el socarrón modo en que tal actividad se nos reveló en este pueblo tan putero. Justo al llegar a Mansilla, y antes de ir a nuestro hostal, pasamos a sellar las credenciales al albergue, regido por un simpático señor alemán al que preguntamos cómo ir al Hostal Bahíllo, que es donde dormiremos. Nos mira con gesto que trasunta incomodo, y nos dice que “eso es una casa de citas”. Nos deja de piedra, esta es la verdad, pero no hay alternativa, porque el otro hostal, casi pared con pared con el refugio, lo es también, amén de sucio y mal cuidado. Unos albañiles que pasan por la calle nos dicen que sí, que creen que el Bahíllo es un burdel, así que entramos en un bar a tomar un refresco y a decidir qué hacemos, porque el albergue está lleno.

La mujer que atiende el bar no llega a los cincuenta pero está claro que se considera aún de buen ver, a juzgar por su atuendo atrevido (sin llegar a provocativo). Se hace cargo de nuestro aturdimiento por el panorama que nos tiene preparado este su querido pueblo; su hijo, que está también tras la barra, nos dice, entre orgulloso y pícaro, que “aquí viene gente muy pudiente de todo León, porque tenemos las mejoras chicas”… La madre, al punto, y yendo al grano tanto para resolver nuestra duda como para acallar los inoportunos comentarios del chaval, nos dice que estemos tranquilos, que el Bahíllo es un hotel normal, “aunque me han dicho que lo han vendido para poner un putciclú, y no sólo para hombres, sino también para mujeres, que nosotras también podemos tener una necesidad…” Se ruboriza muchísimo nada más decir esto, y el hijo se ríe a toda pastilla mirando al tendido...

Lo mejor, decidimos, es llamar y enterarnos, y así hacemos. Pregunto a mi interlocutor al otro lado del hilo, y me dice, con un tono como acostumbrado a responder a la pregunta, que no, que la casa de citas está justo enfrente, y que dicha desgraciada circunstancia genera confusión entre los viajantes y mala uva entre sus convecinos. Vale pues, la explicación nos satisface, y, en todo caso, podremos comprobar su veracidad en breve; lo cierto es que casi nos da igual (a mí me da un poco más igual que a Pilar, que carraspea a cada instante mientras cuestiona la oportunidad de la decisión); lo que queremos es ducharnos, cuidar nuestros pies y descansar. Al llegar comprobamos que el director del hostal nos había dicho la verdad. El puticlú está justo enfrente, este es un sitio normal, que además está bien. Ya me podía haber dado una vuelta por El Brindis, que así se llama el garito; quizás mostrando la credencial me hicieran un buen descuento, que digo yo que también esto es cultura jacobea, mucho ha habido siempre del negocio carnal en toda ruta de peregrinación… Descartado, no creo que a Pilar le haga gracia la idea.

Tanto sobresalto da más valor al descanso vespertino, y tras la ducha, la siesta y el masaje de pies, tobillos, gemelos y rodillas con alcohol de romero y un poquito de vaselina (otros usan Vicks Vaporub), bajo al bar del hotel a tomar un vino –el hostal está algo separado del casco urbano, y no nos apetece regresar, aquí estaremos bien– y a escribir un rato las peripecias del día. Al ratito llegan los de la RAI. Vienen los de a pie y los de producción y resto del equipo, todos ellos en coche. Uno de los andarines cojea, más tarde lo veremos cenando, sin zapatos, y con su pie izquierdo totalmente vendado, realmente herido, no concibo cómo ha sido capaz de aguantar tanto. Charlamos un rato mientras bebemos, mañana será otro equipo de peregrinos al que le toque andar. Este se ha roto. Las chicas de producción, italianas guapas y risueñas, nos preguntan todo sobre nuestra aventura, y les decimos que es más o menos lo mismo que están haciendo ellos. Les sigue sorprendiendo que lleguemos a pie a los mismos lugares en que ellos lo hacen en coche.

Cenamos cuando abre el comedor, y nos acostamos pronto, justo al empezar a llover; mañana tendremos una etapa fea y peligrosa, pero como Santiago es un santo justo, nos premiará con León, última capital antes de llegar a Compostela.

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