martes, 1 de mayo de 2007

CUANDO BAJAR ROMPE LAS PIERNAS

ETAPA 23. FONCEBADON – PONFERRADA

Foncebadón – La Cruz de Hierro – Manjarín – El Acebo – Riego de Ambrós – Molinaseca – Campo – Ponferrada
21 de abril. 27 km.

Quedan: 232,2 km.

Los sueños de anoche fueron tan reales que casi pudieron superar la ficción de estar aquí, tal es el sentimiento que hoy me trae a la vida. Esto sí es un sueño verdadero, tanto por poder seguir, por sobrevivir a la peregrinación como por Foncebadón mismo, y abro los ojos al amanecer de este día de llegar a lo más alto y veo mucha gente ya subiendo por la carretera, son los que vienen de Rabanal, y mientras me desperezo y constato el frío que hace por el vaho que exhalan los peregrinos veo el pesado andar del compañero americano de Shintaro y a éste, hacia arriba, despacio, y el japonés arrastra un andar y un gesto entre despreocupado, aburrido y concentrado, y esto mi inspira al instante el pensamiento de la cosa Zen, que como que me da la sensación de que concilia las cosas con sus contrarias, pues así es como el joven arquitecto nipón parece afrontar el ascenso hacia la Cruz de Hierro.

La oleada de andarines no es aún avalancha, pero ya sí puede decirse que el Camino está concurridísimo. El siguiente punto de aluvión será O Cebreiro, y luego ya Sarria, a ciento y algo kilómetros de Santiago.

Qué lástima, casi ningún peregrino se desvía por este pueblo amoroso para atacar los últimos dos kilómetros antes de la cumbre-hito, y claro, es que los hitos lo son muy a menudo por la fama que les viene dada en los tratados y/o guías, y han de esperar quienes andan hacia Santiago ocasiones posteriores para descubrir que los verdaderos puntos gés del Camino no siempre están en las guías, y esto lo saben sus autores, que ejercen de cabronzuelos sádicos para que cada uno haga uso del juicio que tenga, o del que carezca, para descubrir cosas, que no es cuestión de que todo venga explicado (al tiempo) y nadie sea capaz más que de andar y de tener una compostela en el salón de casa, junto a otros diplomas acreditativos.

Me apena un poco que tanta gente vaya por el camino corto, cuando es mucho mejor el largo… claro que eso de “mejor” dependerá de cada uno, de sus preferencias y sus simpatías, de sus pies, de su conocimiento o de su ignorancia. O no.
Coincidimos en el desayuno con Santiago & Cía, solo que ellos terminan y ya marchan y nosotros no hemos pedido aún el café. Nos despedimos con cariño sabiendo que no volveremos a coincidir en este Camino de Santiago. Este es el sabor de la tostada de antes de dejar las piedritas y una oración en la Cruz de Hierro.

Subimos ya por la senda que evita andar por la carretera; a lo mejor hubiera sido mejor la carretera, porque justo detrás vienen dos mujeres rajando a voz en grito, y molestan no sólo por el volumen del debate, sino por su contenido totalmente fuera de lugar, que ahora no recuerdo salvo por tal condición.

Caminan deprisa las parlanchinas pero, pese a ello, decide Pilar que apretemos el paso para intentar dejarlas atrás, lo que conseguimos no sin esfuerzo, aunque el esprint nos viene bien para calentar las piernas. Llegamos sudaditos a la Cruz de Hierro, ahí está, sobre lo que fue un poste de teléfono, pequeña, casi enjuta, como de pega, hay que fijarse para verla. Todo eso viene a cuento de que no quiero caer en decir “la Cruz de Hierro es sobria”, porque es muy poquita cosa. Lo que sí es, es cruz, y de hierro. Se reconoce, más que por sí misma, por la montaña de piedras (voluntades, deseos, penitencias, ruegos, promesas, lágrimas, agradecimientos…) que descansan en su base, y por los muchos exvotos (y ex–botas, vaya juego facilón de palabras al que sucumbo), que adornan o ensucian su mástil.

Pues aquí estamos, en la cota más alta del Camino de Santiago (al menos del Francés, y desde Roncesvalles, que desde otros lugares no será así), mirando hacia delante y viendo ya Galicia, casi acariciándola con el deseo de llegar y posar allí nuestras botas medio rotas y nuestros pies resentidos. Ahí abajo, El Bierzo nos espera con las alas abiertas, oímos su llamada desde lo alto, nos atraviesa su luz, que penetra esta bruma de alta montaña y se nos mete desde los ojos hasta el centro mismo del alma… adivinamos que esta debe de ser la línea que ha seguido el paraíso para ser tal.

Dejamos nuestras piedras, dejamos también nuestra oración, pero no seguimos el ritual. Esto lo averiguamos justo aquí y ahora después de tirar nuestras piedrecitas, porque llega gente y vemos que dan la espalda a la Cruz para lanzarlas, y nosotros no, las hemos tirado sin más, al montón… todo el mundo arroja aquí sus simbolitos, y esto del simbolismo no es sino imaginería agnóstica, que los creyentes reservan a sus símbolos semánticas específicas; pese a ello, ya quisiera yo ver a los creyentes aplicados a sus creencias como veo aquí a los agnósticos ejerciendo su simbólico agnosticismo. En realidad, sucede aquí y en general en el Camino, con los telursimos y los magnetismos y los buenrollismos y tal, que no son sino espiritualidad sobrevenida o nunca suficientemente buscada pero sí forzadamente encontrada; quién lo sabe… Lo importante es que andar hace feliz a los peregrinos, que buscan y buscan, y encuentran, claro, cómo no encontrar con tanta búsqueda durante tanto tiempo.

Hay algo más que quiero dejar aquí, es una caracolita muy pequeñita, la llevo perdiendo en el bolsillo desde que salimos de casa hace ya muchos días. No quiero dejarla en el suelo, junto con el resto de las piedras; doy a la caracolita un fuero especial, o sea que me encaramo hasta el palo de madera que sostiene la cruz, y me pongo todo lo de puntillas que puedo e incrusto la conchita en una grieta de la madera, a salvo de todo lo que pueda a pasar menos a que se lleven la cruz. Y, en ese caso, me daré por contento, porque mi caracolilla irá con la Cruz de Hierro. Adonde vaya.

Nos hacemos nuestras fotos mientras oímos bien alta la voz de las que vienen detrás, y que habíamos adelantado en el ascenso… al ratito aparecen y no dejan de rajar (más una que la otra) ni mientras tiran sus piedras. Al punto, me pasan su cámara para que inmortalice este momento tan jacobeo; y, tal y como se colocan junto al poste para posar, ¡¡zás!!, se resbala la más habladora de ellas y cae de culo, se desliza como por un tobogán hasta la base de las piedras. Evidentemente, aprovecho tal azar (es un regalo que me entrega el dios de la venganza) para hacer la foto. “Por pesada”, mascullo. Me increpa, y me dice que no se me habrá ocurrido fotografiarla así, caída, de culo, en la base de la Cruz del Hierro, y sí, “claro que te la he hecho”, y le dice a Pilar “tu marido es un cabrón”, y nos partimos de la risa, todos; al final iremos coincidiendo todo el día, y algunos días después también y nos reiremos mucho con el episodio...

Llevamos un par de días ascendiendo y, como todo lo que sube luego baja, ahora nos toca alcanzar la inmensa planicie donde Ponferrada parece estar dormitando. Desde aquí arriba podemos contemplar privilegiadamente todas las montañas que rodean la comarca de El Bierzo, y me recuerda a México D.F., sitiada por ocho volcanes (¿o son siete?) pero en un altiplano, “Guadalajara en un llano, México en una laguna…”

La bruma que hoy encontramos no es espesa, pero tiene suficiente presencia como para impedir la nitidez en la visión; y por eso no nos habíamos dado cuenta de que esa nube que asciende desde tan abajo es el vapor de agua que vomita la central térmica de Ponferrada.

Pero ahora, como se viene diciendo, toca bajar, bajar, bajar… y, la verdad, en todo el Camino hemos visto a nadie lesionarse por ascender, subir o incluso escalar. Pero hoy, en esta bajada infame, veremos varios peregrinos resentirse fatalmente y tener que abandonar en las postrimerías de la jornada, o en etapas inmediatamente venideras.

El rato que hemos estado en la Cruz de Hierro ha sido suficiente como para que pase todo el mundo que venía desde detrás, peregrinos que durmieron en Rabanal o en el mismo Foncebadón; hay muchísima gente, y no terminamos de acostumbrarnos a ello, porque queremos ir solos, tranquilos, escuchando el silencio de la montaña antes que la cháchara o las canciones de algunos otros peregrinos. Y esa tranquilidad, esa paz, las valoramos, ahora que las hemos perdido, como el mayor de los lujos que se pueden obtener de camino hacia Santiago.

Emprendemos pues el descenso con la esperanza de no encontrar a demasiada gente a la que adelantar y/o que nos adelante, pero no tenemos suerte, puesto que en ambas tesituras nos encontramos prácticamente a cada paso. Y estamos ya seguros de que este aspecto no mejorará con el paso de los días.

Enseguida llegamos a Manjarín, o lo que queda de tal lugar, que no es sino un montón de piedras aún más desordenadas que las halladas en Foncebadón, pero allí aparece a la derecha, escondido tras una curva, el refugio de Tomás, que toca la campana (como cuando en las noches de niebla los campaneros tocan y tocan avisando a los marinos de rompientes y escolleras en la costa salvaje del Atlántico) y nos recibe con infinita hospitalidad; nos muestra su humildísimo refugio, que carece de luz y de otras comodidades, y lo hace con enorme orgullo, pues lo ha ido levantando con sus propias manos a lo largo del tiempo. Él está aquí todo el año, desde hace ya unos cuantos, cuando se hartó de trabajar en un supermercado y se vino a este lugar pedregoso que no es Bierzo ni Maragatería, o sea, el Irago, para auxiliar a los caminantes en su periplo compostelano

Tomamos un café con Tomás en su modesto sitial templario –que eso es o eso pretende ser pues, de hecho, depende de una asociación templaria–, y la mayoría de los peregrinos que pasan tal hacen, pasar, pues van como de carreras en pos de una cama en el albergue de Ponferrada. Otros, los menos, entran y saludan a Tomás. Dejamos la huella dactilar de nuestros corazones en su libro de visitas; él deja su sello en nuestras credenciales. Un abrazo. Nos vemos en invierno. Sonríe. Bien sabe que es verdad.

No nos entretenemos, hay aún una buena tirada de cuesta abajo, y vamos muy despacio y haciendo trabajar a nuestros bordones, nos adelanta (y casi nos despeina) el francés cuyos mapas encontramos, va tan deprisa que no sabemos a ciencia cierta si es él o es otro, “adiós”, “hasta luego”. Ya nos veremos. Nos rebasa, en realidad, casi todo el mundo, no sabemos si nos sentimos en exceso prudentes o simplemente mojigatos, pero sí sabemos que en esta ocasión y en otras poquitas a lo largo del Camino merece la pena ser conservador. Hablamos con un hombre que dice haber hecho el Camino seis veces y que en este intento no tardará más de dieciséis días en concluirlo (“ando sesenta kilómetros al día” asegura sin pudor), y se despide, a toda velocidad cuesta abajo, “adiós”, “hasta luego”. Y así, siendo adelantados, descendemos muy despacio por una pronunciadísima cuesta hasta El Acebo, primer pueblo de El Bierzo, y tiene un aire de ser lugar cuidado, casi mimado, y ya iremos viendo que esto es lo que pasa en todos los lugares de esta comarca, pero este, al ser el primero, ha llamado nuestra atención.

Almorzamos en un mesón lleno de peregrinos, y al salir empieza a llover fuerte. Capas de agua y palante, que aún hay cosas maravillosas que ver en esta etapa.

Siguen las fuertes bajadas, y, en los tramos que no discurren por carretera, el suelo se rompe, es pedregoso, y además hay rocas muy resbaladizas, me recuerda mucho mucho al lejanísimo primer día, en la bajada hacia Zubiri desde el Alto de Erro.

El Camino alterna tramos de carretera y atajos que recortan la distancia pero incrementan la pendiente. Alcanzamos al francés de los mapas que nos adelantó a toda pastilla, pero ahora ya no corre, va despacio y cojea. Le ofrezco un espidifén, que rechaza. Rechaza también un fledene flas, un masaje con alcohol de romero y una venda. Parece enfadarse porque le ofrezcamos ayuda. Como quieras. Adiós, que te mejores.

Enseguida, Riego de Ambrós, desde donde se alcanza un bosque muy bonito, más bonito con lluvia, porque la lluvia agudiza el verdor de la vegetación, lo hace más profundo y apetecible.

Después, Molinaseca, lugar que nos sorprende por su excelente conservación y cuidada arquitectura, por su puente sobre el río Maruelo, artificialmente represado para crear una singular playa fluvial, y sus blasonadas casas señoriales de piedra, más propias del País Vasco o de Navarra que de lo que esperábamos encontrar en León.

Paramos a comer algo en este lugar estupendo (El Bierzo está siendo una caja de sorpresas para nosotros, que no lo conocíamos), lo hacemos en Casa Ramón –Estrella Michelín–. Allí están tomando algo las dicharacheras del episodio de la Cruz de Hierro y el que se hará el Camino en dieciséis días… al que sorprendemos tomando el autobús (el restaurante está junto a la parada) hacia Ponferrada; claro, así se andan sesenta kilómetros diarios. Esa tarde lo veremos cómodamente instalado en el albergue y al vernos no sabrá dónde meterse.

Comemos ligero, sabroso y barato y enseguida reemprendemos, aún quedan ocho kilómetros hasta Ponferrada, no deja de llover ni un instante, vamos calados hasta los huesos, las capas de agua nada pueden hacer ya, pero caminamos muy contentos, felices, está siendo una de las etapas más bellas del Camino y esto hace que las inclemencias no lo sean tanto; llegando al fin de la etapa, nos dice una señora que está muy contenta por cómo llueve, que lo necesitaban mucho, y que sin embargo lamenta que tal circunstancia nos haga mojarnos. No nos importa, le decimos, así que todos contentos.

Nuestro hotel está junto a la imponente fortaleza de la Orden de los Templarios, y si, este sí es un lugar templario, como comprobamos en el paseo que nos damos tras cambiarnos la ropa, por las muchísimas referencias que encontramos.

Bajamos al albergue a sellar y a obtener nuevas credenciales, puesto que apenas nos quedan casillas en las nuestras. Habíamos preguntado en el refugio de Foncebadón dónde conseguirlas; nos dicen que en los albergues grandes, como el de Ponferrada. Así las pedimos, pero nones, no nos dan credencial, nos miran con cara de no ser peregrinos, a lo mejor es porque vamos limpitos y peinados; dice el del matasellos que sólo dan credenciales a quienes pernoctan en el albergue. Mira tú que algunos no pueden resistir la tentación de confundir sellar una credencial con otorgar carné de peregrino. En realidad, esto siempre ha pasado: dale un matasellos a un necio y se sentirá importante como un ministro. El tío, además, tratando de avizorar el gesto, como si hubiera algo bajo su pelo, está a punto de no sellarnos, ya digo, no se fía de que seamos peregrinos. Finalmente accede; debe de ser Jefe del Departamento de Sellado, Matasellado, Timbre y Expedición de Credenciales Para la Realización del Camino de Santiago en Año Jacobeo... como si un sello en una credencial significase algo.

Vemos allí al del autobús de Molinaseca, que ese sí que se ha colado por el morro, damos las gracias al del sello por su magnanimidad y nos vamos a La Competencia (que es un restaurante, no otro albergue) a cenar una pizza.

Enseguida, a dormir, estamos agotados por la paliza de hoy pero contentos, porque ha sido un día bien diseñado en todo: en el paisaje, en el aire, en los árboles y en las piedras, en los pueblos, e incluso por la lluvia que nos empapó y que tanta falta hacía por aquí.

Lo siento, no sé describirlo mejor, pero juro que ha sido uno de los días más felices de mi vida.

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