viernes, 4 de mayo de 2007

MAS MISTERIOS OCTOGONALES

ETAPA 6. LOS ARCOS – LOGROÑO

Los Arcos – Sansol – Torres del Río – Viana – Logroño.

4 de abril. 27,9 km.

Quedan: 637,9 km.





Domingo de Ramos en el Camino de Santiago es algo que es. Recordamos el miedo que nos daban los capuchinos de cuando éramos niños, esto es la Semana Santa, miedo infantil a lo que representa la muerte de Dios, sobrecoge, matar a Dios, y no sabemos por qué nos vienen estos recuerdos, pero vienen, a quién le importa el porqué; a nadie, porque hay porqués cuya importancia importa pero a nadie salvo a uno mismo cuando se pregunta esto. El mundo está lleno de porqués sin porque.

Amanece por la ventana del Mónaco, no sabe el Sol si estar detrás de la nube y la nube siquiera si estar o no, y mientras lo piensa va a ser que no. Qué noche termina; quizás la primera de verdadera y auténtica dormida profunda desde que empezamos el Camino, nos sentimos –con perdón– tetraplégicos al despertar, sólo los párpados responden en este momento al estímulo de poner los pies en tierra, son eternas décimas de segundo hasta que las piernas obedecen al cerebro que obedece a la orden de poner los pies en tierra, más que una orden es un orden, el de seguir andando, pies en tierra pues, ya.

Devoramos el desayuno como si la noche hubiera sido cuarenta días y cuarenta noches en el desierto, saltamontes comeríamos, enseguida en la calle, antes nos cruzamos con los divos de la RAI –como se dijo– en batín y zapatillas, enfilamos la salida de Los Arcos por caminos anchos, iguales a los que hasta aquí nos trajeron, vemos furgonetas y coches de apoyo y peregrinos haciendo ejercicios de estiramiento y a otros rezando antes de ponerse en marcha.

Están contentos y van en grupo, quizás teman la soledad, o no saben que la temen, a lo mejor no ven que la tierra es fiel compañera, que el Camino es regazo de Madre, y prefieren ir en cuchipandi hablando de lo de cada día, de recetas, de política y de fútbol. Qué más da, aquí están, dando el paso, o un paso, su paso, como nosotros lo estamos dando, nosotros, que para otros somos los que no entendemos esto del Camino de Santiago, como esos otros lo son para otros que lo son para otros que el propio Santiago juzga por haber juzgado a otros. Es la cadena, el tallo de la cereza del cesto de cerezas del que vamos saliendo enganchados.

Sansol está a la vista y Pelegrín nos da los buenos días, no desde su arbusto, sino en nuestra vertical, de ahí arriba viene el sonido pero no vemos al pajarillo. Arriba miramos y nos chilla a nuestra izquierda, ahora sí, desde un junquillo que lo columpia, perdón Pelegrín, no nos vaciles, y salta hacia delante y nos espera, y así paseamos cuando oímos campanadas, las diez en la Iglesia de Santa María en Los Arcos, las diez en la iglesia de Sansol, las diez en otros pueblos por los que el Camino no pasa y por tanto no puedo citar ahora. Nos preguntamos por un momento si el eco repica las campanas que de por sí repican boyantemente por ser Domingo de Ramos, pero el eco aquí sería un milagro, uno más; no, no es el eco, son muchas campanas que se repican entre ellas, que doblan, redoblan y requetedoblan su canción.

Pelegrín nos apremia. Pero no queremos correr. Vemos a los primeros ciclistas desde que salimos hace nada menos que seis días (¡seis!), algunos muy majos, otros muy profesionales y sinderéticos, ceñudos y uniformados, Se lo están perdiendo: venir al Camino de excursión o de carreras es un desperdicio de tiempo.

Al poco paramos y charlamos un ratito con una pareja de belgas que llevan ocho niños, van todos preparadísmos, son encantadores, nos explican que quieren inculcar a los críos el valor del esfuerzo, hacen etapas de diez kilómetros diarios, y planean llegar hasta Belorado; me vienen a la mente los majaderos que ayer la armaron en la terraza del Hotel Mónaco. Un hecho que entonces me pareció patético y que hoy, por comparación, anuncia una preocupante sintomatología.

Otra vez nos damos la vuelta sin convertirnos otra vez en estatuas de sal, ahora nos apetece que el Sol caliente nuestros rostros, y para eso hay que mirar atrás; todo el Camino, hasta que lleguemos, llevaremos el Sol detrás y la sombra delante. Allí, chiquitín, Los Arcos, desde el promontorio de Sansol, y caminamos ya deprisa hacia Torres del Río, hay algo allí que me interesa y me llama, Algo que me debe un susurro, un guiño.

Otra octógono misterioso, otro Santo Sepulcro, esta no se nos escapa como huyó la de Santa María de Eunate, ramas de olivo a la puerta esperando a que la templaria puerta se abra para que todos entren a recibir en sus ramitas la bendición del cura del pueblo. Tomamos las nuestras y pedimos al sacerdote una bendición especial, han de resistir lozanas muchos días. No nos promete nada pero se aplica a la tarea. Llenamos los pulmones de aire de piedra templaria y sentimos siglos de historia oficiosa corriendo por nuestras venas. Los misterios son así.

Todo esto comentamos Pilar y yo mientras tomamos un café. Allí coincidimos con Peter, un peregrino alemán de unos 65 que cuando no anda, fuma. Cada vez que está detenido respira a través de un marlboro; pero cuando anda, anda de verdad. Delgado, ligero de equipaje y determinado, nada hace flaquear su paso casi de puntillas, como queriendo no despertar a los animales del Camino, como evitando ser oído para no molestar a nadie.

Hay que estrenar algo por ser Domingo de Ramos, esto me dice Pilar, y compro un sombrero para ella y una vieira para mí. Al salir, Sergin nos saluda contento, Leo viene de la fuente de refrescarse, porque ya hace calor, y no son ni las once de la mañana, todos siguen y nos quedamos solos sólo un ratito viendo esta construcción octogonal tan suya, tan de ellos los templarios, hospitaleros guerreros.

A partir de este momento tenemos un rato largo largo largo de sube y baja, toboganes, diez kilómetros, Navarra nos exige un último tributo de sudor antes de dejarnos marchar; vamos, como habíamos decidido, a nuestro ritmo tranquilo, parando cuando sea necesario e incluso si no lo es. Oleadas de grupos de peregrinos nos adelantan, tienen pocos días (los correspondientes a las vacaciones de Semana Santa) y han de “quemar etapas”; nos sentimos ajenos a ese ajetreo, aunque no sabemos si lo somos. En todo caso tenemos la suerte de poder andar casi casi todo lo despacio que queremos.

Rampa, para arriba; pendiente, para abajo, allí está Elga, sufre por sus pies y le sugerimos nuestros propios remedios, si nos funcionan a nosotros han de funcionar a otros, vamos un rato a su ritmo y está muy cansada, nos dice que no cree que hoy llegue hasta Logroño, “quédate en Viana”, eso hará, adiós, hasta siempre Elga.

Ya vamos teniendo “hastasiempres” en nuestros macutos.

Paramos a descansar un par de veces antes de llegar a Viana, pueblo que nos despide de Navarra, y lo hace a lo grande: por lo duro que se hace llegar, y por las dádivas que ofrece al caminante. Es un sitio del Camino, puro Camino en este Viana cesarborgiano... Dudamos si ascender al centro del pueblo o pasar de largo circunvalándolo por la carretera, Logroño está ya a la vista, y decidimos lo primero. No son aún las dos, pero nos parece un pecado de los gordos dejar pasar la ocasión de comer aquí; es muy festivo, toda la gente en la calle, hay feria agrícola, tenderetes, artesanías, quesos, y vinos tintos, y vinos rosados, mucho barullo que nos aturde tras las soledades andadas esta mañana desde primera hora.

Todos los locales están llenos, apenas se puede entrar siquiera a pedir un vino tinto o rosado o lo que sea, vamos sacudiendo a diestro y siniestro con los macutos, perdón, disculpe, lo siento. Finalmente nos armamos de valor y entramos hasta el fondo del Asador Armendáriz, chicharro a la brasa y ensalada muy ilustrada, botella de vino (tinto) y ya no hay fuerza que nos impida plantarnos en Logroño en un pispás, apenas diez llanos kilómetros entre vides, riachuelos, autovías, andaderos y un par de descansos.

Cuando nos queremos dar cuenta estamos en casa de Felisa, pero ella ya no está, es una leyenda del Camino de Santiago, ofrecía “agua, higos y amor”, según reza el sello que se dispensa a quien lo solicita, esto hizo durante años hasta que murió, hace dos. Ahora hay un hombre, debe de ser su nieto, o sobrino o un conocido que ha tomado el relevo. Sellamos la credencial, comemos un higo (seco, en esta época del año) y refrescamos el gaznate con un chorro de agua del botijo, estamos cumpliendo lo que se me antoja como un ritual; paran allí dos chavales que vienen en bici. Sellan, beben, comen y se largan a toda velocidad, temen no conseguir plaza en el albergue: un poco más tarde aprenderán que no por mucho madrugar amanece más temprano.

Nos despedimos de la casa de Felisa y ya está ahí Logroño, enseguida nos estamos haciendo una foto en el viejo puente de piedra sobre el Ebro, el padre Ebro, cuánta vida mueve este río, qué ilusión estar aquí, son tierras a las que debo parte de mi existir.

Muy cerca de este puente está el refugio de peregrinos de la ciudad, atendido por un hospitalero de gesto adusto que nos abre la puerta del establecimiento con un punto de enojo por el inesperado overbooking, pero nos mira de pies a cabeza y se compadece de nosotros: estamos quemados por el Sol y llevamos encima el polvo de treinta kilómetros de caminata. Allí están, dentro, los ciclistas de casa de Felisa, aún equipados, como aguardando la posibilidad de tener que marcharse, “sólo venimos a sellar” decimos, y saltan de alegría: quedan únicamente dos literas, y el hospitalero nos las estaba guardando, gracias, muchas gracias, “no hay de qué, para eso estamos aquí”. Ahora podrán usarlas ellos, los ciclistas, puesto que, según creemos cuando nos lo preguntan, no venía nadie más (a pie) detrás de nosotros. Es el primer albergue que encontramos lleno, se nota la Semana Santa. ¿Estarán así de concurridas las áridas etapas castellanas? Lo dudamos.

“¿Vosotros sois peregrinos de verdad?”, pregunta el hospitalero… “eso creemos”. Está cabreado porque acaba de tener un rifirrafe con unos carotas que han dejado el coche de apoyo a quinientos metros (el hospitalero, curtido en estas lides, es inflexible con estos comportamientos) y vienen a dormir de gorra, “Aparecen limpitos, sin peso en los macutos o directamente sin macuto, y encima me arman la bronca y exigen, me dicen que tienen derecho a quedarse”. “Chillan al hospitalero”, lamenta con verdadero desconsuelo. Le digo que, por encima de todas las cosas, quizás sea en eso en lo que se distingue a un peregrino de otro que no lo es, “en eso, sí”, consiente. Sellamos, charlamos un rato más con él, y nos vamos a nuestro hostal, céntrico y cercano al Camino, no queremos alejarnos demasiado, es el principal criterio a la hora de buscar alojamiento.

Hoy se nos ha hecho muy tarde, y, aunque estamos cansados, no tenemos la sensación de paliza de jornadas anteriores. Una ducha y damos un paseo, hay mucho que ver, pero a estas horas sólo por fuera.

No cenamos, sólo unas tapas en un bar cercano al hostal, nos ponen unos percebes de aperitivo con las cañas que hemos pedido. Junto a nosotros, dos jóvenes que parecen rumanos nos ven comer los percebes con gesto alucinado, no saben si reír o vomitar; también a ellos les ponen una tapa de lo mismo. Les explico cómo se comen, pero no se atreven, “para vosotros”, nos quieren regalar sus percebes, “no gracias”, les explico que es un producto muy apreciado y caro. Allí se quedan mirando los bichos, preguntándose cuánta hambre hay que tener para comerse eso; se acaban la caña, se meten los percebes en el bolsillo y se largan. No sabemos, a estas alturas, si para invitar a marisco a las novias, para disecar los percebes o para especular con ellos.

A la vuelta, me quedo un rato escribiendo en la cafetería del hotel, Pilar se acuesta, en menos de media hora estoy yo también durmiendo, no me sale la crónica porque se me cierran los ojos. Decido dejarlo para mañana porque no lo puedo hacer hoy.

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