martes, 1 de mayo de 2007

LA ROMERIA

ETAPA 28. PORTOMARIN – PALAS DE REI

Portomarín – Gonzar – Castromajor – Hospital de la Cruz – Ventas de Narón – Ligonde – Airexe – Avenostre – Palas de Rei
26 de abril. 25,1 km.
Quedan: 91,6 km.

Tres jornadas y media. Esto es lo que hay para terminar la ruta Jacobea... (¿terminar?)

Nos damos cuenta de que desde que entramos en Galicia cambian muchas más cosas que simplemente el paisaje. Puede que las condiciones en las que se anda desde la llegada misma al Cebreiro (más gente, otras maneras de entender esto, las carreras, el ruido…), tan distintas al modo en que hasta allí llegamos (prácticamente solos, en silencio, midiendo más las horas de luz que las distancias…) hayan influido en nuestro peregrinar.

Ese cambio tan brusco de lo tranquilo a lo bullicioso, de lo peregrino a lo excursionista, nos impele hacia Santiago, ya queremos llegar: justo al revés que hace unos días, en los que nos apenaba mucho saber que esto se terminaría. Por ello estos últimos días se recuerdan como trámites, porque centramos nuestro interés y atención en andar relajados, en disfrutar del paisaje gallego, en encerrarnos en nuestro devenir peregrino y en aislarnos cuanto podamos de la algarabía circundante.

Y se recuerdan estas últimas jornadas, también, por que se hace balance, y se reflexiona.

Hay mucha gente, y esto tampoco ayuda. Al acostarnos anoche hicimos una sencilla cuenta: agregamos a quienes ayer llegamos a Portomarín el autobús de Denia y otro que llegó a última hora con medio centenar de alemanes. Mucha gente, demasiada; por supuesto que nos incluimos en esa demasía. Las consecuencias de tal masificación las comprobamos esta misma mañana, La salida de Portomarín es más una romería que otra cosa. Además, los primeros diez kilómetros de etapa son cuesta arriba (no muy pronunciada, pero sí constante), lo que provoca atasco y que haya que ir pidiendo perdón para avanzar, porque la gente se para cuando se cansa y cierra el paso. Pilar y yo decidimos que merece la pena aligerar la marcha para dejar esto atrás, porque, de otro modo, nos acompañará hasta el final del día. Así hacemos. Utilizamos nuestro mes de entrenamiento para ascender bastante deprisa, y dejamos atrás a la mayoría. Unos pocos alemanes, sin embargo, se pican con nosotros y nos acompañan hasta Gonzar, ocho kilómetros y pico después de Portomarín; llegan reventados, así que, tras sellar su credencial en el bar más cutre de todo el Camino de Santiago, que está allí mismo, toman su autobús de apoyo y avanzan un buen trecho.

La subida ha sido rápida, pero muy bonita. El Sol ha tomado el lugar de la niebla que llevábamos desde Portomarín (y que es casi crónica en la zona, creando un curioso microclima) y empieza a hacer calor. Sudamos por aspersión.

En Gonzar, en ese mismo cutrebar, tomamos café y entran Jean Michel y Natalie (bon jour, bon jour, buenos días, buenos días) justo cuando salimos. Pasamos Castromajor y seguimos el ascenso hacia Hospital de la Cruz y después Ventas de Narón. A nuestros pies, a la derecha del Camino, se abre el valle del Miño, cubierto de niebla, el panorama es de una increíble belleza. La carrera hasta Gonzar ha servido para dejar atrás el mogollón de la salida de Portomarín. Ahora andamos tranquilos, relajados, despacio, La subida se empina un poco más y nos adelantan Jean Michel y Natalie, que vienen corriendo a ritmo de medio fondo… nos quedamos clavados como eucaliptos mientras nos pasan. Nos mira Jean Michel y nos dice “yo sé, somos estúpidos”. Sí, lo parece; sin embargo, es una broma que se gastan el uno al otro: nos reímos de su excentricidad, ellos se ríen de nuestro gesto alucinado. Además de ánimo y fuerza, hay que tener sentido del humor para subir esta cuesta corriendo.

Pasan los kilómetros, pasa el rato y pasamos a un bar a almorzar antes de Airexe; cuando entramos, salen los franceses corredores, adiós, adiós, adieu, adieu, y reímos los cuatro al recordar el episodio de la carrera.

El Camino sigue frondoso hasta la entrada en Palas de Rei. Vemos a Marcial y a Paquita, los suizos de Triascastela, ella cojea por las ampollas, le ofrezco curárselas pero declina, casi estamos llegando y lo hará en su hotel, gracias de todos modos, de nada.

Se entra a este pueblo tan jacobeo rodeando la iglesia de San Tirso, y enseguida estamos en nuestro hotel, que es un establecimiento recién inaugurado que estrenamos. Está todo muy nuevo. La ducha que tienen es la mejor desde que salimos de Roncesvalles, como para quedarse a vivir allí, bajo el potente chorro de agua caliente.

Salimos a sellar las credenciales y a tomar un vinito. En el albergue sellamos, y al hacerlo la hospitalera rellena una hojita estadística, origen, procedencia, motivos, edad… ¿edad?, caramba, pues no la recordamos. La hospitalera se ríe, nos dice que es curioso, pero que a todo el mundo le cuesta recordar su edad. Tomo nota para análisis.

El vino, en una tasquilla de la plaza. Vemos, entrando, otra vez coincidimos, a los franceses. Nos saludamos y por fin nos presentamos y les digo que si quieren sentarse con nosotros a tomar algo, que ya va siendo hora después de tanto encontrarnos. Son de Lille; el año pasado anduvieron desde esa ciudad, al norte de Francia, hasta los Pirineos, y en esta ocasión lo han hecho desde allí. En total, dos mil kilómetros.

Hablamos un buen rato y nos sorprende a todos el cúmulo de coincidencias vitales entre él y yo. Muchas. Demasiadas; si nada es azar, esto menos aún. Ahí lo dejamos.

Vamos a cenar los cuatro a una parrillada que hay a la salida del pueblo, han quedado con los suizos –Marcial y Paquita– y allí pasamos un rato divertido los seis. Es donde nos enteramos de que Paquita no es que sea española, se llama realmente Françoise, pero le resulta más fácil hacer entender su nombre traduciéndolo al español.

Cae mucho vino y mucho orujo. Nos acostamos tarde. Estamos a menos de setenta kilómetros de Santiago, y la mecha del espíritu está a punto de prender… 3, 2, 1…

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