miércoles, 2 de mayo de 2007

CIELO Y SUELO

ETAPA 16. CARRIÓN DE LOS CONDES – TERRADILLOS DE TEMPLARIOS

Carrión de los Condes – Calzadilla de la Cueza – Lédigos – Terradillos de Templarios

14 de abril. 26,7 km.

Quedan: 401,0 km.

Tampoco hoy hemos madrugado. Sabemos que la etapa no va a ser fácil, aunque un poco más lo será simplemente por haber descansado más de la cuenta. Sol y hielo, así nos despiertan los Condes que se bautizaron en este río, y antes de salir nos pasamos por el albergue a sellar la credencial.

Entramos a desayunar en el Café España, y claro, allí nos juntamos los que somos, a saber: los de la RAI a quienes hoy toca andar, un par o tres de peregrinos que no habíamos visto antes y Vidal, que apura rápido su café antes de tomar el autobús hacia Palencia, que está, arrancado, a la puerta del establecimiento. Ya nos habíamos despedido ayer, pero hoy lo volvemos a hacer con similar intensidad; la necesaria, ni más ni menos. Nos vemos, manchego.

El cuerpo no nos deja hoy desayunar, apenas café, zumo de naranja y agua, y adelante. Al poco de circunvalar Carrión tomamos una pista que se nos antoja un “transiberiano” jacobeo: llanura sin escalas durante mucho, mucho tiempo. Antes, el Santuario de Benevívere quiere que recarguemos pilas (eso hacemos), un par de kilómetros de cañadas y tierras de remolachas, y Pelegrín, a quien echábamos de menos; bastó el comentarlo para que apareciera, descarado.

Y ya sí, autopista roja y pedregosa, diecisiete kilómetros de Camino sin otra cosa que el Camino y avituallamiento de hojaldres y amarguillos, que, desmigados en su bolsa, nos dan la energía necesaria para superar las sucesivas marcas con que el horizonte nos reta.

Nos adelanta el equipo de hoy de la RAI, mucho corren, no llegarán muy lejos… y luego, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo, suelo, cielo… No hay esperanza ni fin, sólo hay fe en la certeza de que esto lleva a Santiago, y esa idea, esa constancia, consiguen que este tramo que tanto amenaza con torturar los pies y el ánimo se nos convierta en un primaveral paseo interior, que es lo que toca cuando el andar se hace incómodo.

¿Quién puso aquí esta grava angulosa y vengativa? De nuevo, como de camino a Estella cuando el desvío provisional, las buenas intenciones se nos clavan en la resistencia física hasta el umbral del dolor y de la extenuación; buscamos –porque están– estrechos carriles sin piedras, creados por peregrinos que han ido pasando por aquí huyendo del mismo tormento que ahora nos aflige, Con ello, el paso termina amoldándose a las condiciones del suelo. Entenderlo así es lo que evita lesiones y maledicencias.

La ausencia de civilización inquieta al principio, luego se agradece; este andar es monólogo, silencio que ayuda al pensamiento y clarifica las sensaciones, es pura la verdad; acaba uno pensando en muchas cosas y viendo claridad casi en todas ellas. Y también, claro, se piensa en Dios, y yo, al pensar en esto de pensar en Dios me doy cuenta de que pensar en Dios es creer en Él, y por eso el silencio es bueno, porque se empieza pensando y luego creyendo; y después ya, finalmente, obteniendo; el agnóstico quizás piensa en la soledad, porque es en lo que le queda creer; y es cierto, la soledad es temida pero generosa y sabe mucho de cada uno de nosotros. Es un paso, O acaso sea el paso.

Como todo llega, llega también el fin de este tramo; sólo es la primera parte de la jornada, cuyo final corresponde a Calzadilla de la Cueza; y llega como llegó en su día Los Arcos, y también del mismo modo que lo hizo Hontanas: de repente. Parece lógico que estos pueblos esteparios busquen el abrigo de las vaguadas, algo que para el caminante se traduce en necesaria paciencia, la que, según el refrán, hace falta para convertir la necesidad en virtud otra vez.

Al poco de ver el campanario del cementerio también vemos el resto del pueblo, y oímos –venimos oyendo en realidad desde hace rato– los ecos de unas rancheras mexicanas sonando a todo volumen, rebotando contra las paredes de las casas, atronadora y grotescamente. De primeras lo achacamos a una alucinación auditiva provocada por el inclemente páramo atravesado desde Carrión hasta aquí. Tras empezar a ver pueblo desechamos esa hipótesis, pero para entonces apenas podemos oír ni siquiera nuestras ideas, tal es el volumen de la canción, ya claramente identificada: “me gustas mucho, me gustas mucho, tú...”. Preguntamos a un lugareño si es costumbre recibir a los peregrinos con música, “¿ehhhhhh?”, nada, es igual, no me oye por mucho que me desgañito, y abandonamos las flechas amarillas para tomar un bocata, y doblamos una esquina y ahí está el origen de la fiesta, es la furgoneta de un vendedor ambulante de encurtidos que llama con la Rocío Dúrcal de sus amores la atención de las vecinas. “Dame un cuarto de cebollas en vinagre”, dice la señora, “¿quéeeeeeee?” responde el vendedor, y la señora no grita más, señala la cubeta de las cebollas en vinagre y todos contentos, …“tarde o temprano seré tuya, mío tu seráaaaaaaasssss”… cosas así de exóticas no pasan todos los días, ni siquiera en el Camino de Santiago.

En estos acordes estamos cuando abrimos la puerta del bar-hostal, y como el Camino es así y siempre compensa por los sufrimientos, o por esto o por lo otro, Santiago nos tiene reservada una nueva sorpresa mucho más estrambótica que la anterior de la Dúrcal. Entramos en el bar y pedimos unas cervezas y un par de bocatas; el camarero que nos atiende, de tez morena, fisonomía enjuta –como de banderillero antiguo– y edad madura (no menos de sesenta) resulta ser un aprendiz; escucha con atención las instrucciones que recibe del encargado del local, un muchacho que no llega a los veinticinco, Se aplica, concentrado y responsable, al desempeño de las labores hosteleras, y de entre ellas hay una por la que tiene especial debilidad e impaciente querencia: usar el grifo de la cerveza. Se divierte como un niño con un scalextric. Es cubano, y gasta una retranca que hace las delicias de la parroquia. También nosotros nos divertimos un ratito.

Están comiendo los de la RAI, agotados, con los pies como brócolis, hoy no andarán más, se quedan en este establecimiento, que tiene habitaciones. Mañana, más despacito, les recomendamos, y asienten con resignada condescendencia.

Al salir, dejamos una generosa propina al guantanamero aprendiz: “para la causa cubana”, le digo, “para la tumba del colnudo mariconsón”, contesta. Suponemos que se refiere a Fidel, aunque quizás sea a Bush. Quién sabe…

El rato que hemos pasado aquí ha sido subyugantemente esquizofrénico, parece que fuera a aparecer a la vuelta de la esquina Sazatornil ataviado de cabo de la Guardia Civil y vaya a detenernos por haber plagiado a Faulkner. Amanece, que no es poco…

Dejamos este pueblo alucinados y contentos, qué sorpresas, Santiago es un bromista, no cabe duda. El contrapunto a este episodio (tan jacobeo como el que más) es ver el estado lamentable del Hospital de las Tiendas, que fue abandonado a raíz de la desamortización de Mendizábal… ¿Cómo sería hoy el Camino sin la desamortización de Mendizábal? ¿Tuvo este hecho algo que ver con la subsiguiente decadencia que sufrió la ruta jacobea? ¿Quién ayudaba al peregrino? No tengo respuestas, Historiadores habrá para ocuparse del asunto, hay demasiados edificios abandonados, derruidos o simplemente desaparecidos, y quizás la Historia nos deba una explicación a quienes no lo entendemos. Al menos nosotros, ante estas tristes ruinas camino de Lédigos, así nos lo preguntamos.

Estamos casi ya despidiéndonos de Palencia, nos ha dado muchísimo, A partir de ahora hablaré de esta Tierra de Campos con tanto cariño como quepa en mi corazón, e invitaré a todo el que quiera oírme a que encuentre la luz que aquí hay, el cielo infinito y la tierra acogedora a su manera que parece no querer dejarnos marchar; pero antes, Lédigos, y luego, Terradillos de Templarios. Mañana, otra tierra, otro cielo, también otra Luz. Mañana, León.

Paramos en Lédigos para tomar una cerveza lo más fría posible, hace mucho calor, y si no lo hace lo tenemos, lo cual que es lo mismo. El albergue tiene un bar y allí procedemos antes justo de encaminarnos hacia Terradillos de Templarios, llegamos enseguida, está cerca, y vamos a sellar las credenciales al albergue (templario) que allí hay. Es un recinto recuperado de una casa vieja, con un gran patio de amplias sombras procuradas por aleros de uralita. Encontramos no menos de quince peregrinos, extranjeros todos, solos todos, mismidad colectiva… Hemos visto a algunos de ellos estos días, y nos saludamos y retoman su silencio. Unos escriben, otros dormitan, y los más hacen nada; pero nadie habla. El ambiente es conventual, sobrecoge esta lección, que, de serlo, ha de ser de espíritu peregrino.

Nosotros iremos a dormir a Sahagún, en un taxi, el mismo que nos devolverá aquí mañana. Cuando entramos en nuestro hotel vemos a las Chicas de Oro bajar de su coche de apoyo y dirigirse al albergue –uno de los mejores de todo el Camino de Santiago– no sabemos si para sellar la credencial o para quedarse allí a dormir.

Ducha, masaje, y dejamos cinco carretes a revelar mientras tomamos una cerveza. Compramos luego calcetines y al recoger los carretes el encargado nos recomienda cenar en el Restaurante Luis, cosa que hacemos. Celebramos el acierto.

Nos acostamos tarde, mañana no sirve de nada madrugar, puesto que deberemos esperar a que abra Correos para enviar a Madrid los carretes revelados.

Una última e inaudita sorpresa nos depara la jornada de mañana, Es la despedida, a modo de estrambote, de coda cómica aunque un punto cruel, que Palencia nos dedica para que nos llevemos un recuerdo diferente, o acaso simplemente alternativo a campos, iglesias y otros monumentos: Sebastián nos espera.

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