martes, 1 de mayo de 2007

RENACER

ETAPA 22. ASTORGA – FONCEBADON

Astorga – Murias de Rechivaldo – Castrillo de Polvazares – Sta. Catalina de Somoza – El Ganso – Rabanal del Camino – Foncebadón

20 de abril. 26,3 km.

Quedan: 258,5 km.

Nos levantamos hoy con la sensación de que todo va ahora demasiado deprisa, que cruzaremos El Bierzo en un pispás y luego ya Galicia, donde pareciera que más que andar rodaremos. Hablamos de ello durante el desayuno, y reparamos muy rápidamente en que no es para nada conveniente ni aconsejable adelantarnos a lo que haya por llegar. Porque quién sabe qué nos queda por encontrar, o si nos vamos a romper, o si nos quedaremos a vivir aquí o allá… va fraguando, en fin, la idea de que la peregrinación será más larga que este viaje de esta vez a este Santiago de Compostela de este jacobeo de este 2004.

No queríamos salir tarde (con el paso de los días hemos renunciado a intentar salir pronto); una obligada escala en Correos, sin embargo, altera nuestra previsión, pues saldremos tardísimo. Además de fotos, devolvemos equipaje, y ahora sí, ahora andamos muy ligeros, y esto nos dará alas en las duras jornadas venideras. Aunque, bien visto, no creo que el exceso de peso nos hubiera impedido llegar adonde quisiéramos, así de fuertes nos sentimos.

Es día de mercado en Astorga y, camino de Correos, vemos los espléndidos productos de esta rica tierra y ponderamos la elevada calidad de vida de esta comarca.

Callejeando vamos para dejar atrás tan excepcional villa cuando vemos al grupo que ayer estaba en el bar. Son cerca de una veintena, vienen de Madrid y pertenecen a un club de senderismo, están haciendo el Camino en fines de semana y puentes. Son jubilados en su mayoría, y, en este embate, andarán desde Astorga a Ponferrada en tres etapas. Caminamos junto a dos de ellos un buen rato, y nos agrada su espíritu joven. Depositan piedrecitas en todas las cruces de hierro que nos vamos encontrando –que son muchas, de todos los tamaños, a partir de aquí.

Sin darnos cuenta, hemos dejado atrás al grupo al que pertenecen estos dos amigos, lo que los inquieta ya que al parecer quieren ir juntos todos. Se quedan esperando, nosotros continuamos. Adiós, “buen Camino”, buen Camino.

La montaña ya está aquí, se advierte en la constante cuesta arriba, que no abandonaremos hasta mañana, cuando la dura bajada hasta Ponferrada nos hará añorar mil ascensos verticalísimos.

Pasan los pueblos y andamos ligeros. Planificamos almorzar en Santa Catalina de Somoza, A unos cientos de metros de este pueblo Pilar halla en el suelo un portamapas con la ruta de hoy y el resto de jornadas hasta Santiago: lo recoge, seguro que encontramos a quien lo ha perdido. Ha sido pensarlo y vemos que se acerca un chaval sin macuto; levanta Pilar los mapas para que sepa que los tenemos, y casi salta de alegría. Es francés y empezó en León; y se le ve agobiadísimo por la posibilidad de perder sus mapas. Le explicamos que no son necesarios, pero claro, lleva sólo dos días haciendo Camino. Lo iremos viendo estos días. Lo veremos sufrir, lo veremos penar, y lo veremos abandonar en pocos días con rencor hacia el Camino y con una amargura infinita; la peregrinación pudo con él. Esperamos que llegue a perdonárselo algún día.

Vamos con el francés hasta el bar donde almorzamos, y le invitamos a su café. Está allí Shintaro, el japonés que conocimos en Hontanas con quien no habíamos vuelto a coincidir desde entonces. Charlamos un rato, hasta que se marchan él y un muchacho cargadísimo al que acompaña estos días. De fondo, ruido lejano de explosiones, estamos cerca de una zona de maniobras militares, y eso explica que ayer viéramos tanto uniforme en Astorga.

El jamón, chorizo y queso, el vino berciano y el café nos aportan la energía necesaria para seguir con el suave pero constante ascenso hasta Rabanal del Camino, que es donde tenemos previsto terminar hoy la etapa. No nos entretenemos demasiado almorzando, no dejan de entrar grupos de ciclistas, y cada uno de esos equipos consta de no menos de cinco pedaleantes, el local es pequeño, por lo que enseguida se llena. Además, son todos muy ruidosos y muy uniformados, y hoy apetece silencio, lo pide el cuerpo lo mismo que el alma soledad, quieren reflexión después de tres semanas andando, tres semanas. Eso es mucho, o es poco, o nada, según se mire. Yo creo que es más de lo que soñé poder andar y apenas un puñado de pasos en relación con lo que caminaré a partir de ahora.

Ya en marcha, el Irago se alza allá al fondo, y vamos por un andadero paralelo a la carretera, pero como es una carretera apenas transitada estamos muy a gustito. Enseguida alcanzamos a Shintaro y a su amigo, andan despacísimo por razón del tremendo lastre que este último –pequeño, delgado y sofocado– carga en su espalda frágil. Es un macuto de cien litros lleno hasta más que arriba, del que además cuelgan la tienda de campaña y otros aditamentos, accesorios y porsiacasos que sobresalen de los bolsillos o están atados a los correajes. Es americano y lleva dos años fuera de su país, recorriendo Europa, y carga con todo cuanto tiene. Shintaro nos hace ver que lo acompaña un poco por compasión, ya que nadie parece querer caminar junto a un peregrino tan lento. A lo mejor el jubileo del japonés tiene más valor por ese gesto solidario; porque esto es solidaridad, quizás mucho más que compartir los espaguetis en el albergue, o que curar las ampollas de un compañero, o invitar a una ronda de vinos. Es solidaridad porque da y comparte aquello que de verdad es valioso: tiempo. Quedamos para tomar algo por la tarde en Rabanal.

Al rato estamos ya en El Ganso, lugar tan estrafalario como su nombre sugiere, y justo al salir noto que mi pie derecho se queja, y no hago caso porque quiero estar seguro de que, como en otras ocasiones, es un dolor pasajero, una mala pisada que el propio caminar resolverá, pero en el fondo sé que no, que no es como las otras veces, bueno, no nos alarmemos, aunque duela puedo andar, el descanso en Rabanal todo habrá de solucionar; y mientras esto anhelo me dice Pilar que renqueo, que si me duele mi rodilla o qué (“tú nunca harás el Camino de Santiago”, me aseguró el traumatólogo antes de meterme dos clavos en la rodilla, que no se me olvide enviarle una postal pase lo que pase), y respingo al darme cuenta yo también, es verdad, cojeo, y quizás por advertirlo percibo de repente que el pie me duele mucho, mucho, mucho, es curioso, no he sentido dolor hasta que me he resignado a admitir mi cojera, que me hace apoyarme en el bordón, mi bordón querido.

No quiero ni pensar en retirada, aunque sea sigo con muletas. Y, sin embargo, el fantasma del abandono tira de mí hacia fuera del Camino y cada vez puedo menos contra él… ¿será esto una lección por los pensamientos de esta mañana? Pues si lo es, merecido lo tengo.

Roto. Así me encuentro. Apenas puedo caminar más, tenemos Rabanal del Camino a la vista, ahí esta el roble enorme que ve pasar a todos desde hace cientos de años, y hasta aquí hemos llegado. Hay que llamar a un taxi, no puedo más andar y tampoco quiero llorar, es lo último que queda antes de la rendición definitiva. Aquí estoy, –patéticamente terminado– tan preparado, tan entrenado, tan en forma, el que no tuvo ampollas, tan seguro de llegar… qué soberbia la del soberbio seguro-de-sí-mismo.

No sé qué hacer. Súbitamente, sólo noto el peso del vacío, de la nada, pues nada soy fuera de aquí.

Tengo el pie desnudo, encima de una roca, y lo miro con desolación. Pilar me aplica vaselina mezclada con alcohol de romero, para aliviar el dolor, y lo alivia, pero al palpar en un punto determinado de la planta, veo la estrellas. Esto no tiene remedio, parece, adiós a todos, fin del relato, del sueño, de la ilusión de llegar, otra vez será, y juro que no habrá descanso hasta que sea.

Esto es lo que justo en el momento anterior a este acabo de escribir en mi cuadernito, lo cierro con la seguridad de que nada más habrá de ser anotado en él, y me doy cuenta de que Pilar me está vendando la planta del pie con esparadrapo, a modo de tablilla que sujete los tejidos rebeldes que se niegan a seguir.

Así como yo tiré de ella en los primeros días del Camino, es Pilar quien ahora me obliga a ponerme el calcetín y la bota y a seguir andando: el largo masaje, el alcohol de romero, el rato de descanso y el esparadrapo deben servir de algo, porfía. Hago caso, más por acatar que por confiar y… funciona. Aún duele, pero puedo andar sin cojear demasiado, y ya más tarde absolutamente nada. Es más, el dolor desaparece cuando llevamos andados unos minutos, los necesarios para pisar el Camino que ahora es de piedra porque ya estamos en la calle que atraviesa Rabanal del Camino. Gracias.

Tomamos más de un vino, tenemos cuerpo de celebración después de sentirme resucitado para esto a lo que hemos venido, y veo con claridad que la meta es cada paso. No debo olvidarlo: cada paso.

En el sitio donde tomamos el vino nos da la hora de comer, y comemos, y bebemos y orujo de postre. El pie no me duele, tan bien nos sentimos que decidimos robarle seis kilómetros a la etapa de mañana, la que lleva a Ponferrada, para hacerla más llevadera. Subiremos pues a dormir a Foncebadón. Creo que resistiré, pero si he de abandonar, que sea cuanto antes, no quiero el peso de la incertidumbre.

Salimos despacito, con algo de miedo, claro, bueno, acollonado voy, pero la cuesta arriba le viene bien a mi pie por la posición de la pisada, nada es azar. Esto que ahora subimos es lo que, una vez descendido, nos separa de El Bierzo. Arbusto, brezo, retama, media montaña que enseguida es montaña entera, caminitos que son senderos y atrás dejamos el extenso páramo que tanto ha tomado de nosotros, y que se otea hasta donde alcanza la vista porque el día es claro; y, a pesar de lo soleada que está la tarde, empezamos a ver nieve en las cunetas. Estamos a unos 1.200 metros, que es casi la cota de la Cruz de Hierro, la más alta del Camino de Santiago.

El Camino puede seguir por la carreterilla o desviarse por Foncebadón, que es lo apropiado y aconsejable. Es un pueblo que parece fantasma, en ruinas, pero tiene dos albergues, un mesón y una casa rural. A esta nos dirigimos, está bien resuelta y equipada. Al recibir el masaje en los pies aún percibo el rastro de la lesión, pero remite claramente. Felicidad sin par.

Bajo un rato al bar a escribir, no tengo ganas de siesta, y me encuentro allí a un viejo compañero de trabajo de mi padre. Me tomo un vino con él y cuando baja Pilar salimos a dar un paseo (un paseíto), sellamos en el albergue, regentado por una señora suiza que, en vez de estamparlo, dibuja el sello, a mano, en cada credencial.

La tarde ha quedado muy soleada, y nos sentamos en lo que fue el dintel de una casa, encima de un montón de piedras y maderas, y dormitamos un ratito sintiendo la cálida caricia del Sol en nuestros rostros agrietados por tantos días de inclemencias. Qué momento más trivial y a la vez más significativo, cuánto tiene de simbólico; así, de estos momentos vamos llenando la peregrinación…

De vuelta al hostal nos encontramos con Santiago y Rosa, su mujer, y con Juan, su cuñado, a quienes perdimos de vista en Reliegos, hace unos cuantos días. Nos alegra encontrarnos con ellos, nos sentamos juntos a cenar y nos quedamos charlando hasta bastante tarde. Santiago habla más que los demás, y lo hace con verdadera pasión, es un enamorado del Camino. Quedamos para desayunar, pero todos sabemos que todos queremos andar a nuestro aire. O eso me parece. Santiago se queda con mi correo electrónico, me gustaría que se pusiera en contacto conmigo.

Hace mucho frío fuera. Mucho. Desde mi cama veo la calle, casi puedo ver la helada que está cayendo.

Hoy podía haber sido el día de abandonar. Ha sido el de volver a empezar. Dedicaré una piedrecita especial en la Cruz de Hierro.

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