martes, 1 de mayo de 2007

ESTO SE EMPIEZA A LLENAR

ETAPA 27. SAMOS – PORTOMARIN

Samos – Sarria – Barbadelo – Rente – Brea – Ferreiros – As Rozas – Vilachá – Portomarín
25 de abril. 33,4 km.
Quedan: 125 km.

Qué mal hemos dormido. La perfección de ayer tenía que cobrarse su tributo, y maldurmiendo hemos saldado. Nada se puede hacer salvo no lamentarlo y poner los pies en este Camino que ya nos sabe a final después de tanto y tanto (o tan poco, tan poco) andado. Así pues, madrugón y en marcha.

Dejamos el desayuno para Sarria, nos apañamos con unas avellanas como único combustible para los próximos doce kilómetros, todos ellos por carretera, que nos separan de dicha población.

Frío, niebla y humedad en estos valles y montañas, esto empieza a parecer Galicia, si damos por bueno el tópico de lo que hemos de esperar de esta tierra de meigas y de A Santa Compaña, y tal parece que fuera a suceder, almas en pena surgiendo del bosque, entre jirones de bruma, espíritus errantes que purgan el haber incumplido su promesa de peregrinar… Pues claro, si se promete ir, se va, y vamos yendo, avanzando, aunque no, lo nuestro no es una promesa sino una intención decidida de ser felices andando cada día; y la verdad es que nos gusta, ya empezamos a hablar de repetir, de volver al Camino cuando tengamos tiempo. ¿Repetiremos este Camino francés? ¿La Plata? ¿Somport? Después de considerar las opciones, creemos que tiene que ser bonito peregrinar desde la puerta de casa, pero nada queda decidido, hacer planes a más de un minuto es un plazo demasiado largo, ahora.

Adelantamos a varios grupitos de chavales, son del colegio que ha pasado la noche en el monasterio, y caen los kilómetros sin más historia, representan en este caso un devenir transitorio desde lo de antes hacia lo de después, sin más trascendencia que esa.

La larga entrada a Sarria denota la importancia de esta villa que, de hecho, es la más grande antes de llegar a Santiago. Hay muchas casas a ambos lados de la carretera, urbanizaciones, pisos.

Entramos como posesos en el primer bar que vemos abierto, y desayunamos/almorzamos como Dios manda, descansamos también, una horita toma el trámite, y no es pérdida de tiempo, que el tiempo necesita el suyo y este, además, repone y ayuda, y aún hay mucha tela que cortar hacia la profunda Galicia del interior, Hoy descubriremos el verdadero sabor de esta tierra, y el auténtico Camino de Santiago encajonado en corredoiras, salpicado de aldeítas y transitado por paisanas con madreñas y vacas rubias.

Cambia el tiempo cuando salimos del bar; como era de prever, la bruma se levanta y el Sol asoma, y enfilada la parte vieja de Sarria, que es por donde el Camino abandona cuesta arriba la villa ya calienta con ganas, así que la larga escalinata de piedra que es esa subida más el Sol nos hacen cambiar el moquillo por el sudor. Fuera ropa y a disfrutar, que el día se presta, como también lo hizo ayer.

Corredorias de cuento de duendes y elfos; hayas, carballos, castaños y pinos, magia, silencio y paz. Nuestro andar se viste de gala, hay autenticidad en todo lo que vemos, olemos, sentimos… son los momentos peregrinos que pertenecen a dichos instantes y que no me siento capaz de describir ni de escribir, sino sólo de advertir, porque son la mayor droga que existe sobre la Tierra y parte del Cielo. Que lo sepas, para esta droga nunca hay dosis justa.

Barbadelo, Brea, Rente, y empiezan a aparecer, de súbito, grupos muy numerosos de peregrinos. ¿De dónde salen? ¿Dónde estaban? Son los de los “últimos cien kilómetros”, saliendo de Sarria, a toda pastilla, y algunos de jornadas previas. Ruidosos, multitudinarios y un punto domingueros que nos da algo de repelús.
Los riachuelillos se cruzan por senditas de piedra, y ahí están muchos detenidos, en bañador, haciendo picnic… y pasamos de largo; al poco, entramos en un bar a por un refresco y aparecen Jean Michel y Natalie, los franceses a quienes vimos comiendo en Triacastela y cenando en Samos, hola, hola, bon jour, bon jour, y seguimos.

El Camino está ahora preñadísimo de gente. No es posible mirar hacia delante o hacia atrás y ver menos de treinta personas. Echamos de menos las soledades castellanas, y también a los compañeros que hemos ido dejando atrás y delante.

Antes de darnos cuenta uno de los mojones que desde Cebreiro descuentan la distancia a Santiago aparece en nuestro Camino y nos llama la atención, está sucio, pintarrajeado; claro, es el indicativo del kilómetro 100, y ya se sabe, ningún memo con rotulador, pintura, lápiz o pintalabios puede resistir la tentación de dejar su huella indeleble en tan señalado hito. Da igual, nos hacemos nuestras fotos y llegan justo Jean Michel y Natalie, y nos las hacen ellos, y nosotros a ellos, merçi, gracias, adiós, adieu, y palante a toda pastilla.

El Camino está a estas horas de este día absolutamente tomado por domingueros con ampollas de esta mañana, hombros enrojecidos por el Sol y tartera con tortilla. Llevamos delante un grupo de unos veinte, quieren parar a comer y no encuentran una sombra que les satisfaga, están muy contrariados, “vaya calor”, dice uno, “así no se puede andar”, agrega otra… Finalmente, sin encomendarse a nada ni a nadie, abren una cancela y entran en una parcela privada, aledaña a una casa de labor, y se sientan todos a la sombra de un gran castaño. Antes de allanar el redil, han ido tirando sus botellas de plástico, envoltorios y latas de cerveza. Lo cierto es que el Camino está desde hace unos kilómetros como una verdadera pocilga, es imposible no ver desperdicios, aunque lo imposible parezca que pueda esto ser cierto. Si algo real hay en esta crónica es esto que digo.

Procuramos no mirar, ya que no ver es imposible. Lamentable. Va a ser cierto que nada ha cambiado en las mentalidades patrias.

Antes de llegar a Ferreiros, donde pararemos a comer, pasamos por túmulo (eso parece) que hay a la derecha, donde la gente se deja mensajes. Es muy propio del Camino encontrar cosas así, y ya estamos sentados en una pequeña taberna ordenando un par de huevos fritos con patatas.

Docenas de caminitos y sendas aparecen casi a cada paso, es muy fácil tirar por dirección errónea, pero como vamos atentos y las flechas son suficientemente explícitas no nos perdemos. Una constante bajada, que se pronuncia en la llegada, es la compañía que llevamos hasta Portomarín, que es el valle del Miño embalsado en El Belesar; es el Portomarín nuevo, puesto que el de siempre duerme bajo las aguas del pantano, si bien algunos de sus edificios, como la iglesia, fueron trasladados piedra a piedra.

Si no fuera porque no es posible podría asegurarse que Portomarín está junto al mar, lo cual como que es de lo más gallego, pero no veremos el mar en este viaje. Cruzamos el estrecho puente sobre el embalse y subimos la escalinata en la que culmina la entrada a la ciudad; nuestro hostal está ahí, cerquita. La gente llegamos a oleadas a este pueblo, y también hoy, además de los domingueros, hemos visto docenas de caminantes andando a toda velocidad para, suponemos, asegurarse la litera en el albergue. Como es obvio, los más rápidos son los que no llevan macuto. Los que lo cargamos hemos llegado un poco reventados. La etapa ha sido larga y el día caluroso. Muchos se quedan sin sitio en el albergue. No hay derecho.

Después de la ducha, y mientras Pilar procede, me siento en la terraza a escribir un ratito, pero no puedo por el bullicio que hay en la calle, recién ha llegado un autobús con cincuenta peregrinos que se alojan también aquí, y están muy excitados. Dejo la escritura para luego.

Bajamos a sellar la credencial, a tomar el vino de rigor y a intentar escribir, y lo hacemos en un bar de la plaza porticada, junto a la iglesia. Tampoco ahora puede ser. Los del autocar, que son de Denia, están haciéndose fotos frente a la iglesia y a un monumento a Santiago que allí hay, y cantan (deben de ser de un coro) “Adios con el corazón”. Ojalá fuera verdad que se marchan. Miran las cigüeñas del campanario, y hay crías en el nido, y una deniense exclama a su grupo “¡¡mirad, una golondrina con sus bebitos!!” Es para llorar, pero no podemos dejar de reírnos, en su mismísima cara, todos los que la hemos oído, y nos dice que ya sabe que se ha equivocado, que no tiene gracia. Vaya si la tiene.

Cenamos en una pulpería, algo ligero, estamos muy cansados, y enseguida nos vamos a dormir, Pero tampoco será una tarea fácil, los de Denia llegan a las doce al hostal de forma abrupta, y ruidosa, como adolescentes en una excursión de fin de curso. En todo caso, llama la atención lo alto que hablan los levantinos, y no tanto por su ánimo de gritar sino por la intrínseca potencia de sus gargantas, científicos habrá para estudiar el caso, al modo de “los dátiles timbran la voz de los levantinos más alta que la de los manchegos”, o así.

Después, por fin, un poco de paz, de tranquilidad. Se cuentan con los dedos de una mano las jornadas que quedan.

Te pasas la vida pensando de qué va la vida, y cuando te quieres dar cuenta es la vida la que te pide cuentas, ¿de qué vas tú? Y ahora ya sí que no puedes hacer más que responder…a la primera cuestión o a la segunda pregunta, cualquiera vale para saltar a la siguiente casilla, pero sólo si tienes la respuesta correcta. Si no, nada

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