miércoles, 2 de mayo de 2007

LAS CERTEZAS

ETAPA 19. MANSILLA DE LAS MULAS – LEÓN

Mansilla de las Mulas – Villamoros de Mansilla – Puente Villarente – Arcahueja – Valdelafuente – León

17 de abril. 20 km.

Quedan: 330,8 km.

Anoche dejamos abierta la ventana de la habitación, y no porque hiciera calor –al contrario, estuvo toda la noche lloviendo–, sino por el aroma intenso del bosquecillo de eucaliptos y pinitos cercano al hostal, que se coló en el aire de la estancia, como una llamada de naturaleza viva que el espíritu de nuestros genes exige, tributo un poco salvaje que debemos al Cielo para poder seguir andando cada día.

En la noche de otro día dejé también una ventana abierta por el aire que quería entrar, para que la vida, mi vida, entraras también hasta dentro del todo, dentro de mí está todo por echar de menos en la distancia pero sí en el aroma vivo del recuerdo de que no me dejes, Camino, que tus ojos me miran al cerrar los míos, que tus manos me acarician entonces y que el abrazo de tu ausencia me traiga tu olor y tu cuerpo… Y sólo quiero ya tu cercanía, cerca, cerquísima te quiero, porque ese paso de más es tenerte tan lejos como para pensar en tu alma cada minuto restante de esta vida peregrina en pos de ti,

mi amor,

mi Camino,

mi vida…

En la noche de ese día quise recordar al Sol y fue ese Sol el alma de una vida, la mía, tan cerca de ti que fue tu aliento el que alumbró el andar que dio pie a mis pies, camina, no quiero luz ni destino, mi ceguera es la luz peregrina que anuncia lo posible y niega el sueño de estar en tu regazo, dormido…

Despierto estoy ahora, en la resaca de este pensamiento tan entero, tan mío, y esta lágrima es el despertar del sueño de que no te vayas nunca de mi lado. No.

El desayuno despeja la noche que no se marcha de mis ojos y mucho menos de mis pies, y Pilar y yo queremos ir ya a León y a su Camino. El café sabe hoy a despedida y a empezar de nuevo porque tenemos sensación de que esto tan feliz puede que se acabe dentro de unos días al llegar a Santiago de Compostela –qué bajón–, queremos que la sinfonía no termine, por favor, por favor, por favor, necesitamos esta música para entender el porqué; y ya está, estamos andando, ya vamos de Camino, el porqué deja de ser compleja pregunta para ser sencilla respuesta que se contesta por los pies.

Respiro unos segundos y me quito la presión de llegar, de hacer kilómetros, acabo entendiendo que lo único que quiero es andar. Las distancias no me importan, me da igual lo que queda para llegar, porque lo que tiene que llegar, llega, el significado es… ¿cuál? Sólo andar, quiero andar, me siento inquieto y aburrido cada vez que estoy fuera del Camino.

Llueve la mañana y quisiera ser la lluvia unas lágrimas que me niego a que broten, esta ley también ha de ser cumplida, y carajo, tampoco es para tanto, nos queda un tramo sustancial, que es todo lo que hay a partir de ahora dejando de lado lo que queda casi hasta Hospital de Órbigo. Tenemos que negarnos a que nos apene el hecho de saber que esto puede que se acabe.

No viajamos, casi es el suelo el que bajo nuestros pies se desplaza hacia Levante. Tanto que deseamos, apenas hemos abandonado Mansilla (La Alegre), poder enfrentarnos a otras cosas que a tanta industria, tanto taller, y tanto camión. Y también deseamos dejar atrás tanto club con neones trémulos que, de anunciar algo, puede sólo tratarse de lágrimas que se ahogan en sonrisas forzadas, verticalidades que traen lo animal de los hombres al vertedero de la dignidad.

Tanta fealdad impresiona, pero, a estas alturas de recorrido, siempre hay un recurso, una fuerza, o quizás nada salvo la determinación, que aparece en estos momentos. ¿Cuál es el valor de la determinación? ¿Cuánto de seguridad en uno mismo cabe en ella? La fuerza para el Camino es la fuerza de la determinación, que antes de salir era un jeroglífico de nuestra ilusión por andar y ahora es la solución a lo que quede por llegar, porque no hay temor sino serena valentía, nos reímos del miedo que, seguro, se siente empequeñecido por nuestro ánimo.

Determinación. Obcecado finalismo: se acaba lo que se empieza, aunque los pies sangren y el cuerpo pida abandonar. Determinación: los pies del alma, la energía del espíritu. En la cabeza, dicen, está esa fuerza. No. Si se razona, esto no se anda. No es la cabeza, es la fuerza del corazón.

Echamos de menos lo que antes que menos de poco tiempo llegará de nuevo, que es la naturaleza. No existe cosa mejor para entenderla que andar tantos días por otros tantos paisajes tan iguales en el aire o en el Sol y muy distintos por la dureza del suelo o por el verde del cereal o acaso porque cada día más es un capítulo menos por aprender, Cada provincia tiene su color y su aroma, cada sitio tiene una tierra aunque la tierra sea esta misma en todas ellas, aunque cambien cosas al pasar de Navarra a La Rioja, a Burgos, etcétera… cambia casi todo en la frontera misma entre una y otra provincia: cambia el barro, y el ancho del camino. Cambia el cielo, y donde había vid aparece el cereal. Cambia el aire y sonríe el Sol; pero tanto cambio acaba significando que el cambio no es tal, que nada cambia cuando cambia todo, que es la mano del hombre la que trata de alterar lo inamovible. Qué pequeños somos los hombres al reclamar diferenciaciones por razón de territorio o de genes y tal, cuando resulta que la tierra y la naturaleza sólo saben de sí mismas, y nosotros no somos sino las incordionas y minúsculas fichas de este tablero de Oca con las que Dios juega por las tardes con algún “yo” ocasional de Sebastián el de Moratinos.

Esperaremos pues a que acabe la carretera y que vuelva el campo, a que hable de nuevo la tierra, y lo hagan a la vez los árboles, y los ríos, que hable el cielo; es todo eso que hable el Camino. Es escuchar la naturaleza, es comprender las cosas. Cada paso es una verdad minúscula; cada etapa, una porción de verdad. Y, ¿el Camino? El Camino debe de ser...

Cuando despertamos de este pensamiento vamos muy pegaditos al borde de una carretera sin apenas arcén, porque el andadero desaparece a la altura de Villamoros de Mansilla y el asfalto es el sustrato de nuestro andar ahora, nada malo en sí mismo, pero muy peligroso hoy, por el intenso tráfico, la niebla, la lluvia y, también, por ser mañana de sábado, lo que quiere decir que hay mucho trasnochador que viene de la marcha leonesa con el pie en la tabla y los graves y el loudness a tope. Está el temita como para que no se den cuenta de que por el estrecho arcén vamos andando unos pocos incautos.

Enseguida, Puente de Villarente. La localidad debe su nombre a un puente muy jacobeo sobre el río Porma, pero su sabor está totalmente ahogado por el industrioso trajín de los alrededores. Pasamos por el puente con mucho miedo, la acerita apenas tiene medio metro y los camiones que vienen en dirección contraria a toda velocidad parece que quisieran pasarnos por encima.

Un café con leche en un bar-pastelería y enseguida de nuevo en marcha por aceras, sin solución de continuidad ya, hasta el Alto del Portillo, desde donde León se nos ofrece como desagravio a tanto malandar desde casi entrar en Sahagún.

La subida no es dura salvo por la fatiga del paisaje; enseguida coronamos y al siguiente enseguida hay que cruzar la carretera nacional –preñadísima de tráfico pesado en ambas direcciones– pues es requisito indispensable para entrar a León por la senda correcta, que es la que nos lleva a un puente de madera donde los andarines de turno de la RAI nos hacen una foto y salen escopetados, se nota que vienen frescos.

Caminamos cansinos, un punto rotos, y, ya dentro del casco urbano de León, nos metemos en un bar a tomar un vino y a descansar. La propietaria, una mujer de menos de cuarenta, está decidida a hacer el Camino, aunque sea sola, porque no logra convencer a su costilla (sic) de que la acompañe. Traslucen sus ojos ese punto de ensoñación que convierte en irreversible el paso dado de decidir andar hacia Santiago. Ese paso es el primer paso, le dice Pilar.

El relato breve de nuestra experiencia anima a lanzarse a esta amiga leonesa, y nos corresponden ella y su ilusión con aperitivos y tapas de todo tipo, lo cual se agradece doblemente: en primer lugar porque venimos con bastante hambre; y, en segundo, porque en León vemos resucitar la sanísima costumbre de las tapas, añorada desde que salimos de Madrid. Nos encanta que León sea sitio de tapas, es una justa compensación.

La verdad es que los vinos –sabrosos vinos bercianos– que nos hemos tomado nos dejan un puntito de euforia que convierte en paseíto urbano lo que queda por andar hasta nuestro hostal, que será al menos un par de kilómetros. De camino, parada en la farmacia a comprar vaselina y alcohol de romero, que ya no quedan. Justo a la salida me aborda, sin que lo haya visto venir, un curita menudo, apenas metro y medio, unos setenta años, raída sotana, cara de pan y gruesas gafas redonditas. Se ofrece a acompañarnos y no deja de hablarnos del camino y del de Santiago, y también pregunta mucho, primero sobre nuestra peregrinación, y luego de nosotros mismos, y a continuación habla de Zapatero (“que no es de León, sino de Valladolid”), de enseñanza religiosa y me interroga sobre Pilar (edad, oficio, hijos…), “pregúntele a ella”, le digo… “ah puesssss, vale”, contesta, pero a Pilar no le gusta ni el fondo ni la forma del interrogatorio, porque eso es, “¿a qué te dedicas?, ¿qué haces en tu tiempo libre?, ¿ganas mucho?, ¿cuidas a tu marido?…” y cosas así: “bienaventurados los cotillas, pues su curiosidad será saciada”... ¿existe esta bienaventuranza?

A punto está Pilar de responder a todas esas preguntas con una sola y contundente respuesta, pero le pido con la mirada que lo deje correr, y ya enseguida nos desprendemos de él con la excusa de entrar a una pastelería. Antes, le pregunto: ¿qué le pareció a usted el Camino, que tanto habla de él?… Balbucea, y le preciso: el Camino de Santiago, claro. “Ah, jejeje, claro… pues lo que es ese, no lo he hecho, no me ha sido necesario”... Es un buen hombre con malas formas esculpidas en su costumbre, con la persistencia de sí mismas y el paso implacable los años.

Una ducha rápida y salimos a comer en condiciones, que estamos en León y no se debe dejar pasar la oportunidad. Vamos al Barrio Húmedo, a “El Besugo”, donde nos agasajamos como merecemos; tan bien, que debemos dar un buen paseo para que las viandas adquieran correcto asiento en nuestros satisfechos estómagos. Aprovechamos para ir a El Corte Inglés (nada hay abierto, un sábado por la tarde, aquí en León) a comprar un nuevo cuaderno de notas –en el que escribo estas letras– y calcetines, puesto que los que tenemos ya no sirven. La cuestión es que los calcetines se saturan de la vaselina con que cada mañana untamos nuestros pies, y acaban por estar tan atiborrados que es imposible lavarlos más de cuatro o cinco veces. Eligiendo calcetines no somos muy exigentes. Los de tenis que vienen seis pares en una bolsa nos parecen perfectos, no en vano nos han traído hasta aquí sin ampollas ni rozaduras. Reímos largo rato de lo extraños que nos sentimos en El Corte Inglés. Qué rápido cambian los hábitos.

Al terminar la compra, vuelta al centro para visitar la catedral (cerrada) y divertirnos mucho con una concentración de Seat 600 convocada en el centro de la ciudad. Y, ya que estamos aquí, nos pasamos por el Convento de “Las Carbajalas” a sellar nuestras credenciales.

Un par de vinos con sus tapas, de nuevo en el barrio húmedo, y a descansar. Al final, nos hemos pasado toda la tarde andando, esto parece masoquismo jacobeo.

A partir de pasado mañana nos toca la parte de la provincia de León que habrá de resarcirnos de lo sufrido hasta ahora: hasta Hospital de Órbigo, Astorga, Ponferrada, y Villafranca del Bierzo. Después, Galicia. Antes, una coda torturante: la de mañana.

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